13.8.08

LENGUAJE Y ACCION HUMANA


“Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal", Año X, Números 18-19, pág. 849, Edit. Ad-Hoc

LENGUAJE Y ACCION HUMANA

ERNESTO GARZON VALDES NORBERTO EDUARDO SPOLANSKY

CARLOS SANTIAGO NINO MARIA EUGENIA URQUIJO ©

Las notas, o "protocolos" como solíamos llamarlas, que entre el verano de 1971 y la primavera de 1973 fuimos elaborando con Carlos Nino, Ernesto Garzón Valdés y Norberto Spolansky en torno al tema de la acción humana, fueron el producto de largas e inolvidables veladas compartidas.
No sin esfuerzo nos reuníamos dos o tres noches por semana, después de haber trabajado todo el día; pero esas reuniones resultaron tan gratificantes, que no dudo en afirmar que constituyeron siempre, para los cuatro, uno de los más gratos recuerdos.
Estudiábamos con seriedad y dedicación, leíamos mucho, discutíamos incansablemente y, en medio de un país que se acercaba peligrosamente al caos en que tan rápido cayó luego, nuestras reuniones eran un refugio de racionalidad y humor. Fueron también simiente de la larga y entrañable amistad que nos unió a los cuatro y que nos sigue uniendo con Ernesto y Norberto, tras la dolorosa pérdida de Carlos Nino.
Después, vino la diáspora y nos separamos con distintos destinos. Nuestro "libro" quedó trunco. Hace mucho que no he vuelto a leer aquellos protocolos; no me animo a opinar sobre su interés y sospecho que todo nos parecería ahora cuestionable. Pero si hoy estas notas pueden resultar de alguna utilidad o de mera inspiración para quienes se interesen en el tema, nos sentiremos sin duda doblemente gratificados.
María Eugenia Urquijo
I.-
En el derecho, el concepto de acción aparece en un nivel distinto que conceptos tales como los de estafa, donación o apelación. El legislador no suele recurrir a tal concepto; raramente los códigos penales, por ejemplo, usan el término "acción" o alguno de sus sinónimos parciales, aunque, naturalmente, en forma constante emplean descripciones de lo que podrían ser subclases de acciones.
Acción aparece, en cambio, como una noción metajurídica, o sea, es un concepto usado por teorías acerca del derecho como parte de su instrumental conceptual para interpretar, sistematizar o reformular el sistema jurídico.
Esto implica que cuando tales teorías se proponen elucidar o definir el concepto de acción, no se trata de una tarea interpretativa como cuando se proponen clarificar, por ejemplo, qué significa el término "aborto" usado por ciertas normas de un código penal.
Aun cuando incidentalmente el sistema jurídico emplee la palabra "acción", los juristas considerarán que su objetivo de definir el concepto excede la mera determinación de la referencia de las normas en cuestión; incluso no considerarán inconsistente interpretar tales usos del término en forma divergente con los criterios con que han decidido emplear el concepto en el contexto de su propia teoría.
La elucidación del concepto de acción es para los juristas una tarea intrasistemática dirigida a construir su propio esquema conceptual, de modo de cumplir los objetivos que se propone respecto del orden jurídico vigente.
De este modo, esta tarea no está guiada por las reglas de interpretación del lenguaje usado por el derecho, ni enfrenta el mismo tipo de problemas. En particular, la investigación del uso corriente de la palabra no tiene la misma relevancia que tiene en la actividad interpretativa bajo el presupuesto de que las leyes deben ser interpretadas de modo de que sean entendidas por la generalidad de la gente.
Tomando en cuenta la teoría penal, que es donde se han desarrollado las elaboraciones más interesantes acerca de éste tema, ¿cuáles son los objetivos que se esperan satisfacer mediante la elucidación y definición de un concepto de acción?
El primer, y tal vez primario, objetivo es delimitar una especie de hechos de modo tal que sólo de ellos pueda, en el sentido normativo, derivarse responsabilidad penal.
Los juristas contemporáneos parten de presupuestos valorativos según los cuales estados de cosas tales como los pensamientos, las condiciones o estados de un ser humano, los movimientos reflejos de su cuerpo o los realizados en estado hipnótico o bajo coacción, la actividad de los animales o, para ciertas concepciones, la de personas colectivas, cualesquiera que sean las circunstancias adicionales que se presenten, están excluidas de los hechos que pueden dar lugar a respuestas penales.
Por otro lado, se pretende incluir en tal clase de hechos conductas tales como las omisivas y las negligentes.
Con el concepto de acción se pretende expresar criterios que sean aptos para descalificar el primer tipo de hechos, preservando como fuente de responsabilidad penal otros hechos que incluyen los mencionados en segundo término.
La satisfacción de tal objetivo enfrenta obstáculos considerables. Por ejemplo, con el requerimiento de voluntariedad se pretende dejar de lado hechos tan heterogéneos como movimientos reflejos y conductas realizadas bajo compulsión, no siendo fácil detectar el criterio común bajo el rótulo de involuntarios con que son descalificados. Esta dificultad se agrava si se tiene en cuenta que se pretende mantener en la denotación de acción las conductas negligentes. Por otro lado, los pensamientos se excluyen exigiendo movimientos corporales, pero una vez aceptada esta propiedad como definitoria, no resulta fácil mantener como base de imputación penal a las omisiones. Tampoco es sencillo definir la noción de omisión en forma tal de convertir a tales hechos en referencia adecuada para inquirir acerca de la responsabilidad del agente sin presuponer una respuesta afirmativa para la encuesta, es decir, evitando que el juicio en el sentido de que alguien es responsable porque ha omitido algo, se convierta en un juicio analítico. Por último, tampoco es claro el esquema conceptual de que debe partirse para excluir a las personas colectivas como autores de acciones.
Otra función que el concepto de acción debe satisfacer es circunscribir hechos que sean referencia adecuada de las descripciones que las normas penales formulan como antecedente de la prescripción de consecuencias punitivas, proporcionando un esquema de análisis de tales descripciones de modo de poder clasificarlas de acuerdo con el aspecto de la acción que la descripción en cuestión toma como relevante. Uno de los problemas que se presentan es que la noción de acción debe ser tal que mantenga cierta permeabilidad frente a tales descripciones: por ejemplo, si se requiriese la verificación de un resultado externo a movimiento corporal, muchas descripciones que los códigos penales contienen resultarían difíciles de clasificar como descripciones de acciones, sin que sea claro que ello deba imponerse de acuerdo con la necesidad de alterar en tales casos las consecuencias que la dogmática adscribe a la verificación de una acción. Por otra parte, el hecho de que las descripciones que son reconocidas como referidas a acciones difieran en tomar en cuenta diferentes tipos de propiedades, especies de movimientos corporales, resultados externos, circunstancias colaterales, estados subjetivos, hace necesario explicar hasta qué punto todas esas referencias forman parte de la acción, o si algunas son circunstancias independientes de modo que no se encuentran regidas por las exigencias dirigidas a acciones. Por ejemplo, si una descripción toma en cuenta una circunstancia colateral, digamos la edad de la víctima en el delito de violación y se presupone que la acción debe ser intencional o debe la intención abarcar la edad de la víctima.
Otro problema con el que está vinculada la construcción de un concepto de acción, es el de establecer pautas para decidir cuándo la descripción de la acción que toma en cuenta cierto resultado se puede aplicar correctamente sobre la base de la relación de causalidad existente entre tal resultado y lo que el individuo ha hecho según una descripción más elemental.
Los juristas han formulado diferentes criterios para definir la relación de causalidad relevante, sin que se pueda decir que se ha llegado a conclusiones suficientemente explicatorias y operativas.
También el concepto de acción de la teoría penal debe permitir una adecuada cuantificación, es decir, debe posibilitar una distinción clara entre la comisión de una acción y la de varias, discriminando a la vez los casos en que se realizaron varias acciones y aquellos en que se cometió una sola acción que admite diferentes descripciones. Estos problemas se plantean en la discusión de los distintos tipos de concursos de delitos, estando los juristas lejos de concordar acerca de los criterios aplicables.
Se pretende, además, que la noción de acción ilumine indirectamente la de autor; debe servir de base para elucidar cuando una acción es atribuida a un hombre como "suya" o cuando es responsabilizado por una acción ajena cuando la suya propia mantuvo con ella cierta relación. Esto presenta el problema de distinguir autoría, autoría mediata, participación e instigación lo que enfrenta dificultades no despreciables. Piénsese, por ejemplo, en el caso de la autoría inmediata y será difícil no quedar perplejo ante un caso en que la adscripción de la acción se independiza de la verificación de los movimientos corporales relevantes.
También el concepto de acción de la teoría penal debe permitir distinguir nítidamente las acciones exitosas de las fallidas, como base para distinguir los delitos consumados de los tentados. Los juristas oscilan entre diferentes criterios para trazar la distinción, así como también para discriminar la llamada "tentativa imposible" de la potencialmente exitosa.
Por último, la noción de acción debe ser apta para construir descripciones relevantes con el fin de decidir el carácter ilícito o justificado de una acción o la pertinencia de excusarla o agravar o mitigar la responsabilidad del agente. Esto está ligado a la naturaleza de lo que los juristas llaman juicios de "antijuridicidad" y "culpabilidad" y, en consecuencia, el tipo de referencia que tales juicios requieren. Este vínculo es tan estrecho que las más importantes discusiones en la dogmática penal acerca de cómo construir el concepto de acción se deben a dispares concepciones sobre la función de tales juicios y, por lo tanto, respecto a qué tipo de hechos son los objetos adecuados de los mismos. La función de la antijuridicidad y culpabilidad y las respuestas que en relación a tales juicios se proporcionará en cada caso, depende directamente de cuestiones tan complejas como la relación del concepto de acción con intenciones y motivos, la conceptualización de tales actitudes subjetivas y la relevancia que se asigne a ellas con relación a los distintos presupuestos de la responsabilidad penal.
Por cierto, que es un exagerado optimismo pretender que la construcción de un concepto de acción pueda resolver tan variados y complicados problemas sin la interposición de distinciones conceptuales independientes y postulados normativos.
Se puede estar prácticamente seguro que la noción de acción que se maneja en el lenguaje corriente es inepta para echar luz sobre la mayoría de los problemas, en relación a los cuales los juristas se dirigen esperanzados hacia una distinción con el marco del concepto de acción. Para dar el ejemplo más simple: si hay algo claro respecto al término "acción" en los pocos casos en que es empleado en el lenguaje ordinario, es que él no denota las omisiones, por lo menos las llamadas de pura inactividad. Justamente, la omisión es caracterizada como "inacción" y sería difícil crear más perplejidad entre nuestros interlocutores en la vida diaria que la que causaría el andar llamando acciones a las inacciones. Pero los juristas perciben, por supuesto, que no hay ninguna razón para hacer distinciones en cuanto a la responsabilidad penal, entre ciertas acciones y ciertas omisiones, y en consecuencia procuran un término que abarque a ambas así como que deje de lado hechos tales como los pensamientos o actos reflejos. El problema es que tal término no debe designar precisamente la propiedad que motiva la identificación entre acciones y omisiones, el que puedan dar origen a responsabilidad penal puesto que, de lo contrario, el principio normativo de que tales y tales hechos y no otros pueden tener consecuencias penales, se convertiría en una tautología vacua. De este modo, si es que los juristas tienen éxito en construir un concepto semejante, lo que prima facie parece dudoso, salvo sobre la base de propiedades disyuntivas, lo que es seguro es que ese concepto (de "acción", como se pretende llamarlo) resultaría definitivamente distinto de la noción corriente del lenguaje ordinario.
De este modo, podría parecer vano arrimar a los juristas algunas distinciones que los filósofos modernos, fundamentalmente teniendo en mira problemas éticos, han trazado acerca de estas cuestiones sobre la base de los usos que en el lenguaje corriente tienen expresiones tales como "acción" o sus sinónimos parciales, "intención", "voluntariedad", "omisión", "la misma acción", etc. Como hemos visto en primer término, los juristas no están interesados en detectar el significado de tales expresiones según aparecen en textos que se suponen deben ser interpretados según el lenguaje ordinario, sino en construir un esquema conceptual autónomo para dar cuenta de ciertas distinciones; indicarles lo que "acción" significa en el habla cotidiana puede parecer tan irrelevante como aportarle a un físico lo que "fuerza" significa en el lenguaje corriente. En segundo lugar, apenas se observa qué distinciones la teoría jurídica quiere reflejar con su esquema conceptual, se advierte que el instrumental lingüístico con que contamos en el lenguaje ordinario es inepto para dar cuenta de ellas.
Sin embargo, no bien se tienen en cuenta las características metodológicas de la actual ciencia jurídica y principalmente de la dogmática penal, se empieza a percibir cuál puede ser la relevancia de familiarizar a los juristas con las elaboraciones del análisis filosófico contemporáneo acerca de estos problemas.
La dogmática jurídica está lejos de haberse desprendido completamente de los hábitos teóricos del conceptualismo.
Para decirlo en una frase, el enfoque conceptualista en el derecho consiste en presentar a la ciencia jurídica como una ciencia formal cuyo objetivo consiste en analizar ciertos conceptos claves y proponer combinaciones adecuadas de ellos, pretendiendo extraer de tales juegos conceptuales conclusiones normativas. De este modo, las conclusiones en cuestión aparecen no como postulaciones valorativas acerca de cómo debe ser reformulado el derecho, sino como deducidas del derecho mismo una vez interpretado a través del esquema conceptual adecuado que se lo considera como valorativamente neutro.
En este tipo de enfoque, la dogmática jurídica encuentra fácil apoyo en un tipo de filosofía que pretende conectar ciertos conceptos con estructuras ontológicas, las que, a su vez, permiten inferir misteriosamente o están determinadas por pautas valorativas.
Esto tiene como consecuencia que los juristas sean poco conscientes de la naturaleza instrumental y estipulativa de su aparato conceptual y se embarquen en una búsqueda ansiosa de conceptos "verdaderos" o "reales" aparentemente ayudada nada más que por una elusiva intuición.
El resultado de esa búsqueda es en realidad una mezcla confusa de distintas actividades: percepción de distinciones subyacentes al lenguaje corriente; propuestas de estipulaciones terminológicas para superar indeterminaciones de tal lenguaje o para inaugurar nuevos usos que sirven para expresar ciertos principios; postulaciones normativas; descripciones del material jurídico relevante; etc.
De este modo, parece interesante sumergirse en un relevamiento de las distinciones que la filosofía analítica ha trazado sobre estos temas teniendo en cuenta al lenguaje ordinario. Tal desarrollo puede poner de manifiesto hasta dónde nuestro equipo lingüístico presupone ciertos criterios que pueden ser utilizados para resolver los problemas jurídicos que hemos anotado; desde qué punto debemos estipular nuevos criterios no provistos por nuestro lenguaje corriente; y sobre todo puede ayudar a delimitar una distinción de cierta importancia en toda actividad que pretende estar sujeta a pautas de racionalidad, la distinción entre conclusiones lingüísticas o conceptuales y postulaciones sustanciales (en este caso, principalmente normativas). Mientras la teoría jurídica se maneja con conceptos que encapsulan encubiertamente propuestas normativas, se perjudica tanto el aspecto conceptual como el normativo de la teoría; las postulaciones valorativas resultan veladas tras juegos conceptuales que impiden un debate racional y abierto acerca de ellas y el instrumental conceptual deviene tan vago y débil que frecuentemente resulta inoperativo para detectar en la práctica las distinciones a las que se imputan consecuencias normativas, obviamente con desmedro para la teoría y los principios valorativos de los que se partió.
El propósito de este trabajo no es entonces proporcionar distinciones conceptuales para que sean adoptadas, sin más, por la ciencia del derecho; por el contrario, se trata de acercar cierto material por análisis filosóficos confiables con la intención profiláctica de eliminar confusiones debidas a una metodología deficiente y despejar el terreno para la construcción de un lenguaje adecuadamente preciso para lidiar con los problemas que hemos mencionado, formulando los criterios normativos con que se pretende resolverlos.
Como es de prever, no nos vamos a ocupar de todos los problemas mencionados conectados directa o más lejanamente con el concepto de acción; hacerlo sería pretender superar nuestras obvias limitaciones, repetir innecesariamente conocidas elaboraciones y dejar exhausto al lector de mejor disposición.
Los temas sobre los que nos ocuparemos son los siguientes:
En primer término, el problema de determinar cuándo se está frente a una acción, cualquiera que sea la descripción con que queramos dar cuenta de ella; en otras palabras: el problema de la definición de "acción". Esto supone referirse a diferentes candidatos que se han propuesto como propiedades definitorias. En primer lugar, la llamada "voluntariedad" que ha recibido interpretaciones minimalistas, como mero control de los movimientos corporales, o maximalistas, por ejemplo, requiriendo intención del resultado que la descripción tomada en cuenta hace relevante o acudiendo a un elemento normativo como la adscripción de responsabilidad. En segundo término, los movimientos corporales, lo que supone habérselas con el problema de las omisiones. Por último, la exigencia de estados de cosas independientes a los movimientos corporales, como puede ser el requerir un resultado conectado causalmente con ellos.
El segundo problema que consideraremos será el de las descripciones de acciones. Básicamente, se trata de detectar tipos de descripciones teniendo en cuenta, o bien modalizaciones de las propiedades aceptadas como definitorias, o bien propiedades contingentes, cuya presencia no es necesaria para determinar que alguna acción fue realizada. Este tratamiento permitirá, tal vez, echar alguna luz sobre problemas tales como los de la cuantificación de acciones y la tentativa.
Por último, nos ocuparemos de descripciones que tienen en cuenta circunstancias relevantes para la valoración de las acciones en cuestión: ¿qué criterios subyacen a la descripción de una acción como intencional?, ¿cuál es la lógica de las descripciones sobre la base de los motivos?, ¿cuáles son las condiciones para describir una acción como determinada por ciertas creencias o como el resultado de determinado razonamiento práctico?
II.-
1.- La palabra "creer" tiene, por lo menos, dos significados hasta cierto punto opuestos:
(a) como sinónimo de suponer, presumir, etc. En este caso, "creer" implica tener dudas pero, no obstante, inclinarse en favor de una alternativa (por ejemplo: "creo que mañana va a llover").
(b) como equivalente a estar seguro, estar convencido, tener certeza de algo (por ejemplo: "creo en Dios", "creo en su honestidad").
El significado que nos interesa es el segundo, y es éste que menciona A.J. Ayer cuando habla de las condiciones necesarias y suficientes del conocimiento:
(1) que lo que se dice conocer sea verdadero.
(2) que creamos en ello.
(3) que tengamos derecho a estar seguros.
La creencia que va acompañada del derecho a estar seguros, es una creencia fundada; si no va acompañada de ese derecho, será dogmática. La distinción no es absoluta sino que es relativa a los criterios que utilicemos para otorgar ese derecho. Por otra parte, esos criterios pueden variar según cuál sea el contenido de la creencia; en ciertas materias las pautas que determinan el derecho a creer son muy exigentes, en otras, sumamente laxas.
Puede plantearse una duda respecto a la primera condición del conocimiento (que lo que se dice conocer sea verdadero).
Parece que se exigiera una comprobación completa de la verdad de una proposición para poder utilizar respecto de ella el verbo "conocer", y que si las pruebas que se tienen no alcanzan ese grado, como ocurre en la mayoría y quizás en todos los casos, no puede hablarse de conocimiento. A. J. Ayer responde correctamente a esta posición escéptica: "cuando hay criterios reconocidos para decidir en qué casos alguien tiene derecho a estar seguro, todo aquel que insiste en que no es suficiente satisfacerlo para que haya conocimiento, puede ser acusado válidamente de abusar del verbo "conocer".
La palabra "saber", que es un sinónimo parcial de "conocer", a pesar de que tienen una función gramatical distinta contiene una referencia implícita a la persona que habla. Si la creencia de un individuo no coincide con la de otro, el primero no dirá que el segundo "sabe". Cuando, por ejemplo, alguien dice: "Juan sabe que "p", lo que afirma es lo siguiente: "Juan cree en la verdad de "p". Yo también creo que "p" es verdadero. Además los elementos con que cuenta Juan en apoyo de su creencia, me son suficientes para otorgarle el derecho a afirmar que sabe.
La coincidencia entre las creencias de quien habla y las de aquel de quien se habla sólo se exige cuando la palabra "saber" se usa en relación a una proposición determinada (por ejemplo, "Pedro sabe que tiene un infarto", "Diego sabe que no llueve"). En cambio, no es necesaria una creencia coincidente con aquel de quien se habla cuando se dicen cosas tales como "María sabe Historia", "Raúl sabe quién fue el asesino", "Ricardo sabe extraer la raíz cúbica de cualquier número"; en estos casos no es necesario que quien formula estos enunciados sepa él mismo lo que predica que saben otros. Estos últimos usos del verbo "saber" se aproximan más que los anteriores al que es característico de "conocer".
El requisito que A. J. Ayer menciona como primera condición del conocimiento referido a la verdad de proposiciones parece, entonces, que puede ser reemplazado, de modo de recoger el uso común de la palabra "saber" por la creencia de la persona que habla en la verdad de la proposición de que se trata.
Si el que habla no cree en la verdad de "p", dirá que Fulano cree, pero no sabe. Decir Fulano sabe que "p", pero yo no creo en la verdad de "p", es contradictorio.
Cuando se utilizan los verbos "conocer" y "saber" para referirse a uno mismo, surge un caso peculiar. Aquí se confunden la creencia del que habla con aquella de quien se habla. La frase "Fulano cree pero no sabe", tiene sentido cuando resulta de una discordancia de creencias entre el observador y el observado. En el caso de que se trate de una misma persona, la frase es contradictoria.
"Fulano cree pero no sabe", puede tener sentido también cuando, a pesar de coincidir las creencias del observador y del observado, este último no tiene títulos suficientes, según los criterios del observador, para sostener su creencia. Aquí también la frase carece de sentido cuando una persona habla acerca de su propia actitud sobre la verdad de una proposición. Es posible que a una persona le baste un mero sentimiento difuso, un mínimo elemento probatorio, una sensación íntima de revelación, para sostener una creencia. Puede ser consciente del hecho de que con esos elementos no convencerá a nadie, porque todos los demás exigen títulos más firmes. Pero no tiene sentido que diga "creo pero no sé", porque esto implica rechazar que los elementos con que cuenta son suficientes para creer, lo cual es contradictorio con el hecho de que efectivamente crea, en el sentido fuerte de la palabra. No es posible que un individuo tenga sobre la misma materia la fe de un campesino, a quien le bastan ciertos síntomas para creer, y el escepticismo del científico, quien sólo se convence cuando ha agotado todas las experimentaciones. Cuando se piden más pruebas, es que uno no está convencido. El que está convencido lo está porque las pruebas con que cuenta le bastan. No obstante, puede ser que el convencido busque más pruebas, no para convencerse a sí mismo, sino para convencer a los demás.
La frase "creo pero no sé" implicaría que los fundamentos con que cuenta el que habla le bastan para convencerse pero, al mismo tiempo, no se reconoce título para sostener esa creencia. Esto es claramente contradictorio. No lo es, en cambio, cuando una persona compara sus exigencias con los elementos en que otra apoya sus creencias.
Wittgenstein decía: "Podemos desconfiar de nuestros propios sentimientos pero no de nuestras propias creencias. Si hubiera un verbo que significara "creer falsamente" no tendría sentido en la primera persona del presente del indicativo".
Creencia y conocimiento parecen estar vinculados a formas de actuar. Esta relación tiene su formulación clásica en el llamado "silogismo práctico".
2.- En el Séptimo Libro de la Etica a Nicómaco, Aristóteles plantea la posibilidad de un silogismo cuya conclusión es una acción.
Cuando el pensamiento es seguido por la acción, decía Aristóteles, sucede algo muy similar al caso de las inferencias cuya conclusión es un enunciado. Por ejemplo, dadas las dos siguientes premisas: "Todas las cosas dulces deben ser probadas" y "Esta cosa es dulce", entonces la conclusión no se expresa en palabras ("Esta cosa debe ser probada"), sino directamente en la acción de probar. El silogismo práctico concluiría, pues, en una acción y no en un enunciado. Y así como "en el razonamiento teórico la mente está obligada a afirmar la conclusión resultante, así también en el caso de las premisas prácticas uno está forzado a actuar".
En De Moto Animalium dice expresamente que es claro "que la conclusión (del silogismo práctico) es una acción". Esta conclusión se impone con la misma necesidad lógica que aquella del silogismo teórico; sólo circunstancias empíricas (estar imposibilitado o forzado por un tercero), podrían impedir la conclusión. En estos casos, la acción se inferiría de las premisas prácticas, de la misma manera que la conclusión se infiere de las premisas teóricas.
Sostener que existe una relación lógica entre enunciados y acciones, parece ser el primer paso para sostener que existe una vinculación lógica entre lo que se cree o desea y lo que se hace.
A. Mac Intyre ha estudiado la primera de aquellas relaciones, es decir, la que vincula creencias con acciones. Su punto de partida es el rechazo de una relación causal, en el sentido de Hume, entre creencias y acción. Si entre ambas mediara sólo una relación contingente y de procedencia, cualquier creencia podrá ser causa de cualquier acción; así, por ejemplo, la acción de fumigar rosas cubiertas de moscas verdes podría deberse tanto a la creencia de que las moscas verdes son perjudiciales, como a la de que el Papa es el Anticristo. El hecho de que la primera de las creencias nos parezca plausible como causa de la acción de fumigar, y la otra totalmente absurda y desconectada con aquélla, sugiere que la relación entre creencias y acciones tiene que ser más fuerte que la mera conexión causal; tiene pues, que ser una relación lógica.
Este argumento no parece ser muy convincente. Si la tesis fuera exacta, la relación entre la posición de la luna y las mareas sería también lógica, ya que no aceptaríamos, seguramente, que la risa de Eugenio Bulygin conmueve los mares.
Mac Intyre piensa que la relación entre creencias y acciones es de tipo lógico y así sostiene que "creer en algo consiste en... actuar de determinada manera". Para afirmar esta tesis, Mac Intyre traza un paralelo en los siguientes términos: así como las palabras expresan significados, las acciones expresan creencias.
Podría pensarse que esta manera de entender las cosas supone una equivalencia o identificación entre creencias y acciones, sobre todo ante una afirmación tan contundente como la que sostiene que creer en algo consiste en actuar de determinada manera. Pero este camino es descartado por el propio Mac Intyre. El mismo dice que "las creencias pueden, a veces, ser consideradas aparte de las acciones, pero éstas nunca aparte de las creencias"; o sea, que toda acción implica una creencia pero no recíprocamente; es justamente esta relación de implicación lo que permite identificar lo que hacemos como acciones.
Pero más adelante, al analizar la acción del dueño de las rosas cubiertas de moscas verdes, todo su razonamiento se orienta a mostrar que no podemos afirmar que un individuo sustenta una determinada creencia si sus acciones no son consistentes con ella. Decir esto es tanto como afirmar que las creencias dependen de las acciones y no a la inversa, como tan fervorosamente había sostenido.
Por eso, en este camino de descubrir nuevas versiones acerca de la relación entre creencias y acciones, nos sorprende que Mac Intyre afirme que para que sea verdad "X tiene cree que P", es necesario que sea verdad "X se comporta de determinada manera".
Pero la tesis de Mac Intyre no concluye aquí. A ella se agregan otros argumentos que no sólo no la completan, sino que parecen oscurecerla y hasta nos hacen dudar de su coherencia.
Si bien admite que para que sea verdad el enunciado "X cree que P", es condición necesaria que sea verdad "X se comporta o comportaría de determinada manera", afirma, al mismo tiempo, que esto es muy diferente a sostener que ambos enunciados significan lo mismo.
Con una actitud generosa hacia Mac Intyre, podríamos tratar de conciliar sus encontradas líneas de argumentación, suponiendo que él, en realidad, defiende -de una manera poco clara- una relación de equivalencia entre creencias y acciones, como lo sugiere en sus primeros argumentos al afirmar que creer en algo consiste en actuar de cierta manera. Si seguimos este camino, con el objeto de salvar una clara y razonable interpretación de Mac Intyre, prontamente nos encontraremos con sus propias críticas, ya que también sostiene que ninguno de sus argumentos le compromete a identificar creencias y acciones; y, más rotundamente, afirma que "no hay ninguna relación entre mi posición (la de Mac Intyre) y, por ejemplo, el análisis conductista de la creencia en enunciados categóricos e hipotéticos acerca de acciones".
Resulta muy difícil poder decir cuál de las líneas de argumentación defendidas por Mac Intyre es la que él efectivamente sostiene.
Llegados a este punto, nuestro desconcierto es total. Pero pensamos que, a través de esta misma confusión, pueden encontrarse nuevas guías que lleven a aclarar el problema.
3.- Sin embargo, tal vez convenga, para completar la exposición sobre el silogismo práctico, hacer una breve referencia a un ensayo de George von Wright sobre este tema.
Según von Wright, quien también parte de Aristóteles, la expresión "silogismo práctico" puede aplicarse a un tipo de argumento que se refiere a la relación entre medios y fines de la acción.
El lógico finlandés toma como punto de partida el siguiente modelo de inferencia:
Se desea obtener X.
A menos que se haga Y, no se obtendrá X.
Por consiguiente Y tiene que ser hecho.
Esta forma de inferencia es llamada inferencia práctica primaria. Von Wright advierte que alguien podría objetar la necesidad lógica de este razonamiento aduciendo que una conclusión normativa no puede obtenerse de premisas descriptivas. Pero este contra argumento no es aceptado, a pesar de que el mismo autor reconoce que "detrás de aquél se oculta una importante verdad".
No nos detendremos, pues, en esa objeción, no obstante considerarla fundamental, y seguiremos con la exposición de von Wright.
La forma impersonal de la inferencia primaria cubre dos tipos de formulaciones personales: la inferencia en primera y en tercera persona.
El modelo de inferencia en tercera persona es el siguiente:
A desea obtener X.
A menos que A haga Y, no obtendrá X.
Por consiguiente, A tiene que hacer Y.
El modelo de la inferencia en primera persona es:
Deseo obtener X.
Sé (o creo) que a menos que haga Y no obtendré X.
Por consiguiente, hago Y.
La inferencia en tercera persona no conduce, según von Wright, necesariamente a la acción, pues la conclusión "A tiene que hacer Y" no implica necesariamente que A haga Y. Por lo tanto, este tipo de inferencia es, en realidad, un razonamiento teórico.
Cuando Aristóteles hablaba de "inferencia práctica" se refería probablemente, nos dice von Wright, al argumento en primera persona cuya conclusión es una acción. En este caso hay "necesidad lógica". "Una inferencia práctica en primera persona conduce necesariamente o termina en una acción. Desear el fin y entender los requisitos causales para obtenerlo, pone al sujeto en movimiento. Se podría decir que el deseo es lo que mueve al movimiento y entender (las conexiones causales) es lo que lo guía. Los dos juntos determinan el curso de acción del sujeto". En este sentido, podría decirse que la acción humana es "voluntaria y, a la vez, está estrictamente determinada".
Poco más adelante, con el objeto de destacar aun más la diferencia entre los dos tipos de razonamiento, nos dice von Wright que en la inferencia en tercera persona son las proposiciones de que una cierta persona "persigue un cierto fin de la acción y que una cierta cosa es un medio necesario para este fin. La conclusión es una tercera proposición que dice que la persona no logrará alcanzar algún fin de la acción a menos que haga esta cosa". En el caso de la inferencia en primera persona "las premisas son el deseo de una persona, su conocimiento o creencia de que una cierta condición es necesaria para la satisfacción de su deseo. La conclusión es un acto, algo que la persona hace".
Llegados a este punto, se nos hace difícil entender la relación lógica que pueda haber entre deseo, creencia o conocimiento y acción; tres hechos que, en tanto tales, no pueden estar vinculados como no sea, en el mejor de los casos, causalmente.
Si la inferencia en tercera persona es teórica, como el mismo von Wright lo dice, y en la inferencia en primera persona se trata tan sólo de relaciones empíricas entre hechos, no estamos, en este último caso, frente a inferencia alguna. Por lo tanto, en la versión de von Wright, la llamada "inferencia práctica" o bien es teórica, o bien no es inferencia.
4.- Quizás el argumento más fuerte con que cuentan los defensores del silogismo práctico sea el hecho de que ciertas acciones parecen obligarnos a revocar el juicio de que el agente cree en algo; o sea que determinadas creencias serían incompatibles lógicamente con la realización de ciertas acciones. Por ejemplo, la creencia de alguien en que su vecino es un hombre virtuoso no es consistente, en ciertas condiciones, con el hecho de que lo acuse de los delitos más vergonzosos.
Sin embargo, la tesis del silogismo práctico encuentra un obstáculo que nos obliga a rechazarla a priori de su versión corriente y, si se quiere rescatar algo de ella, a introducir modificaciones en el modelo original. Por definición de "contradicción", este término sólo se aplica a proposiciones y carece de sentido hablar de contradicciones, o de cualquier otra relación lógica, entre hechos.
Por consiguiente, no cabe hablar de razonamientos cuya conclusión sea una acción, lo cual implica que el llamado "silogismo práctico" o no es un silogismo, o no es "práctico"; o sea, su conclusión no es una acción sino algún tipo de enunciado.
Si el silogismo práctico no fuera un silogismo, entonces no habría relación lógica entre sus "premisas" y su "conclusión"; y si nos viéramos obligados a aceptar una relación entre creencias y acciones, sólo admitiríamos una relación causal, empírica, entre ellas.
De este modo se diría, y esto no parece irrazonable, que las acciones reconocen como causa precisamente ciertas creencias. En este sentido, una creencia formaría parte de la explicación de la acción, de modo que, por ejemplo, a la pregunta "¿por qué Juan espolvorea sus rosas?", sería plausible responder: "porque cree que las moscas verdes las perjudican".
En el caso de que esta interpretación del "silogismo práctico" fuera aceptada, no habría lugar para hablar de contradicción entre una acción y una creencia, sino de excepciones a generalizaciones empíricas que establecen vínculos causales entre clases de creencias y clases de acciones. Así, por ejemplo, si Juan no fumiga las moscas que cubren sus rosas, a pesar de querer a estas últimas y creer que se perjudican, diremos que la conducta de Juan es una excepción a la generalización respecto a lo que hacen los que tienen afecto por algo y lo ven en peligro; pensaremos que Juan no es una persona normal, que quizás sea un loco.
Sin embargo, esta interpretación del silogismo práctico no es del todo satisfactoria. Por un lado, porque nos impone verificar las creencias en forma independiente de las acciones con las que están relacionadas, cuando parece razonable que se tenga como prueba de que se sustenta una creencia, precisamente el hecho de realizar una de esas acciones (por ejemplo, verificaría que Juan tiene la creencia de que las moscas verdes son perjudiciales para las rosas su acción de fumigarlas en ciertas condiciones). Y, en segundo término, porque no recoge el hecho de que si no se diera la acción que usualmente acompaña a una creencia, estaríamos más dispuestos a negar tal creencia que a explicar la situación como mera excepción a una generalización empírica. La locura del desconcertante jardinero no consistiría en creer que las moscas verdes perjudican sus rosas y, a pesar de ello, no fumigarlas, sino en afirmar, sin motivo razonable, que cree en aquello, cuando su conducta demuestra la creencia contraria.
Esto nos sugiere que debemos insistir en buscar algún tipo de relación lógica entre los enunciados que describen una situación como la del ejemplo.
Hay otra interpretación que permitiría considerar como razonamiento al silogismo práctico y, al mismo tiempo, admitir su carácter "práctico", aunque en sentido diferente del que designa el hecho de que la conclusión sea una acción.
Podría considerarse a la inferencia práctica como un razonamiento cuya conclusión es un juicio práctico, o sea una norma. Esta reconstrucción tiene alguna plausibilidad cuando el razonamiento es en primera persona, o sea cuando su conclusión es una autoprescripción del individuo que razona.
Efectivamente, muchos de los ejemplos que usualmente se dan de silogismo práctico responden explícitamente a esta tipología.
Otros, en cuya conclusión aparece una acción, quizás pueden reformularse también como constituyendo una norma. Pero para proceder así hay que encontrar una norma encubierta entre las premisas, pues no puede haber un silogismo que concluya en una norma si por lo menos una de sus premisas no es normativa.
En el ejemplo de las moscas verdes y las rosas, la conclusión podría ser "debo fumigar las rosas" y, en tren de buscar alguna norma entre las premisas, podríamos interpretar la que dice "quiero a mis rosas", como "debo evitar todo daño a mis rosas".
Si bien varios de los casos de silogismo práctico que comúnmente se traen a colación pueden admitir esta reducción, lo cierto es que la versión normativa del silogismo práctico no explica satisfactoriamente el carácter necesario que parecen investir ciertas acciones en el caso de que se sustente determinadas creencias. Porque una cosa es que deba fumigar mis rosas, y otra diferente es que las fumigue; si no las fumigo en ciertas condiciones se podrá pensar que soy inconstante en el cumplimiento de mis deberes o quizás que no era sincero al manifestar mi deber de evitarles daño, pero raramente se dudará de mis creencias. Y lo que se quiere explicar con el silogismo práctico es que si se da una creencia, y se presupone determinados deseos y otras condiciones, resulta lógicamente indefectible la realización de cierta acción; y si ésta no ocurre es suficiente para revocar la atribución de la creencia en cuestión.
Para explicar la incompatibilidad lógica entre ciertas creencias y la omisión de determinadas acciones, puede proponerse una hipótesis audaz: que el enunciado que describe cierta creencia es equivalente a la proposición que da cuenta de ciertas y determinadas acciones.
La prueba que podría ofrecer el defensor de esta tesis es que ambos enunciados se verifican de la misma forma, lo cual, según el criterio empírico de significado, implica que tienen igual significado.
Los enunciados que se refieren a creencias, ¿de qué otro modo pueden verificarse en relación a ciertas acciones del creyente?, ¿cómo podemos decir que alguien cree que las moscas verdes perjudican las rosas si no es por el hecho de que las fumigue o por su declaración?, ¿qué prueba tenemos de que alguien cree en Dios, si no es por lo que él nos dice, o porque va a la Iglesia, etc.?, ¿de qué forma verificamos que alguien cree que llueve, si no es por el hecho de que usa paraguas o lo manifiesta como excusa para no ir a una reunión?
Sin embargo, esta interpretación enfrenta algunos obstáculos. Por un lado, hay circunstancias en que atribuimos una creencia a alguien sin que actúe o realice las correspondientes acciones. Por ejemplo, es posible decir que Juan cree que las moscas verdes perjudican sus rosas, aun sin que tenga ocasión de fumigarlas. Por otro lado, hay veces que ciertas acciones de un individuo no son suficientes para que le atribuyamos determinada creencia. Un hombre puede declarar que cree en Dios y ser un simulador, o puede fumigar sus rosas no por creer que las moscas las dañan, sino porque esos insectos le molestan.
Ambos aspectos de la misma dificultad pueden superarse reformulando la versión anterior: un enunciado que describe una creencia es equivalente a una proposición hipotética que establece que un individuo actúa de determinada manera siempre que se den tales y cuales condiciones.
De este modo, el enunciado de que alguien cree en Dios no se verifica por cualquier declaración en ese sentido del sujeto, sino por su reconocimiento en ciertas condiciones que aseguran su sinceridad. El simple fumigar las rosas cubiertas de moscas no prueba que su dueño crea que las moscas las perjudican, sino en ciertas circunstancias, por ejemplo, si no fumiga las moscas que están en otros lugares. Pero esta nueva versión está expuesta a una objeción fatal que, en definitiva, obliga a abandonar la tesis de la equivalencia entre los enunciados de creencia y los que se refieren a acciones.
Un enunciado condicional no es falso y, por consiguiente, es verdadero en un sentido débil, si su antecedente es falso, o sea si no se dan algunas de sus condiciones, sea cual fuere el valor de verdad del enunciado que integra su consecuente. Nadie estaría dispuesto a revocar un enunciado condicional si no se dan las condiciones, ya que esto imposibilitaría su falsificación. Así, el enunciado "si hay moscas verdes sobre las rosas, Juan las fumiga" es verdadero (no falsificado) cuando hay moscas verdes. Si este enunciado fuera equivalente a un enunciado de creencia, por ejemplo, "Juan cree que las moscas verdes son dañinas para sus rosas", éste también sería verdadero en el caso de que faltaran las condiciones para que él actúe de determinada manera. Sin embargo, hay hechos que tendrían que formar parte de las condiciones del enunciado de acción que, con seguridad, falsifican al de creencia.
Entre las condiciones del enunciado que establece que Juan fumiga sus rosas figura, naturalmente, la condición de que Juan está vivo; si no lo está, la proposición "si Juan vive, tiene un fumigador a mano, quiere a sus rosas, etc. entonces las fumiga", sería de cualquier modo verdadera, o por lo menos no sería falsa; en cambio la muerte de Juan falsifica evidentemente al enunciado "Juan cree ..." Esto, a nuestro juicio, demuestra que los enunciados de creencia no son equivalentes a los que describen acciones en ciertas condiciones.
5.- La interpretación que nos parece adecuada para superar las críticas precedentes es la que consiste en debilitar la relación lógica entre los enunciados de creencia y los de acciones, y suponer una relación de implicación:
"A" cree en "X", si se dan las circunstancias "C", entonces "A" actúa (el primer condicional es una implicación lógica, en cambio, el segundo es material.
O sea que para la verdad de un enunciado que predica determinadas acciones en ciertas condiciones, es condición necesaria la verdad del enunciado que describe determinadas creencias. El hecho de que la verdad del último enunciado sea condición necesaria pero no suficiente de la del primero, permite dar cuenta de casos en que el enunciado de acción no es falso (por falta de verificación de las condiciones), pero sí lo es el de la creencia.
Es una ley lógica que si una proposición implica un enunciado condicional, la verificación del antecedente de este último hace equivalente a su consecuente con el primer enunciado
(p > (q > r) = q > (p = r).
Esto supone, en nuestro caso, que si se dan por verificadas las condiciones en que el sujeto actúa, decir que cree en algo equivale a que actúa de determinada manera; por ejemplo: si se presupone que Juan quiere sus rosas, que las moscas verdes las cubren, que Juan está vivo, que no es paralítico, que tiene un fumigador a mano, etc.; afirmar que cree que las moscas verdes perjudican sus rosas, es equivalente a afirmar que las fumiga.
Es, precisamente, el hecho de que su conclusión se verifica de la misma forma que una de sus premisas, presupuesta la verdad de las otras, lo que constituye la peculiaridad del silogismo práctico que hace que, incorrectamente, se piense en una relación lógica entre creencias y acciones.
Pongamos un caso de silogismo práctico para tener una idea más clara de esto:
Yo quiero llegar a La Plata antes de las 5 horas.
Creo que el único medio para llegar puntualmente a La Plata es tomar ahora mismo el tren de las 3,25 horas.
Tomo el tren de las 3,25 horas.
Si presuponemos que efectivamente mi deseo es el que expuse, y partimos de la base de que no hay otras condiciones (otros obstáculos), obviamente la única forma de verificar mi creencia acerca del medio adecuado para satisfacer mi deseo, es mi actuación en determinado sentido.
El hecho de que una cierta acción verifique, no solamente la conclusión del silogismo práctico, sino también una de sus premisas, hace pensar que la conclusión de la inferencia es una acción, cuando en realidad se trata de un enunciado, como en todo silogismo, que se verifica mediante una acción.
Como al presuponer la verdad de las premisas ya se está admitiendo la ocurrencia de una cierta acción, se piensa que la acción es la conclusión "necesaria" del silogismo, cuando ésta en realidad está constituida por una proposición relativa a una acción. No es que el individuo que quiere y cree en algo esté "obligado" lógicamente a actuar, sino que si no actúa no tiene "derecho" a decir, si se dan las condiciones del caso, que quiere algo o que cree en un estado de cosas determinado.
En síntesis, el llamado silogismo práctico no es tal, sino un razonamiento teórico cuya conclusión se verifica mediante una acción.
No obstante, este desarrollo puede ser objeto de una observación, de un género diferente a las ya expuestas. Se podría decir que sostener que las creencias implican ciertas acciones, nos conduce rápidamente a un círculo vicioso, pues hay acciones que implican, por definición del verbo que las denota, una determinada creencia. Así, por ejemplo "orar" implica creer en la divinidad, pues si esta creencia no se diera, no sería la palabra "orar" adecuada para describir la acción de un sujeto. El crítico agregaría que si se exige para la verdad del enunciado "Juan cree en Dios", que en determinadas circunstancias rece, y para la verdad del enunciado "Juan reza" que crea en Dios, el círculo se cerraría perfectamente, conduciéndonos a un callejón sin salida.
Alguien podría contestar que esto no representa ningún problema, sino que constituye la confirmación de la tesis de la equivalencia que nosotros hemos rechazado tan prontamente. En efecto, podría afirmar que toda equivalencia supone un "círculo" desde que hay una implicación recíproca entre sus miembros. "Creer en Dios" implica "orar" y "orar" implica "creer en Dios", por la sencilla razón que ambos enunciados quieren decir lo mismo. O sea, que es una misma acción la que verifica ambas proposiciones.
Sin embargo, a nosotros nos parece que esto no es así, ya que es posible que alguien crea en Dios y no rece, aunque es verdad que si reza es porque cree en Dios.
El crítico podría levantarse y acusarnos de sostener una tesis inversa a la expuesta, consistente en suponer que ciertos enunciados de acción implican enunciados de creencia, en vez de que las proposiciones de creencia implican enunciados que describen acciones.
Pero estamos dispuestos a rechazar también esta crítica a pesar de que todo nuestro comportamiento parece justificarla. Diremos que los enunciados de creencia no se verifican independientemente de ciertas acciones. Que, por lo menos respecto a terceros, no tenemos derecho a dar por probado que alguien cree en algo si es que no hemos verificado que actúa en cierta forma.
"Pero ustedes vuelven a la tesis de la equivalencia", dirá, ya molesto, el objetor.
Intentaremos tranquilizarlo. En donde la versión de la equivalencia falla, es en no dar cuenta de las condiciones de ciertas acciones. Si el enunciado de acción es categórico y no hipotético, resulta que hay casos -como lo explicamos ya- en que es verdadero el enunciado de creencia y no el de acción; si en cambio el enunciado de acción es condicional, hay situaciones -como ya lo vimos- en que el enunciado de creencia es falso y verdadero el que describe una acción en ciertas condiciones. Esto destruye la relación de equivalencia.
La consideración de las circunstancias relevantes permite resolver las dificultades apuntadas. Sólo presuponiendo que ciertas condiciones se dan, un enunciado de creencia puede ser equivalente a alguna proposición que describe acciones. Así, si suponemos, por ejemplo, que un individuo está en la Iglesia, que no está paralítico, ni tiene una dispensa especial, que sabe hablar, etc., decir que cree en el Dios de la Iglesia Católica es equivalente a afirmar que reza.
Lo que nos faltaría para que nos satisfaga como prueba de que alguien cree en Dios, el hecho de que se arrodille, entrecruce sus manos y murmure algo con letanía, es conocer ciertas circunstancias relevantes adicionales, como que está en una Iglesia, que no se está filmando una película, que nadie lo está amenazando, etc. Estas mismas circunstancias son las que exigimos para llamar "rezar" a ciertos movimientos corporales característicos y no ningún misterioso componente interno.
No hay, pues, implicación recíproca entre ciertas creencias y determinadas acciones. Hay algunos verbos de acción, como "rezar", "felicitar", "defenderse", que no se agotan en un movimiento corporal, requieren la verificación de ciertas condiciones particulares que, por comodidad, pueden llamarse "creencias", pero teniendo en cuenta que el enunciado de que alguien cree en algo no se verifica de manera independiente de los movimientos corporales en determinadas circunstancias. El enunciado que describe una creencia es equivalente al que se refiere a ciertos movimientos solamente si se han verificado las circunstancias relevantes. Si no decimos nada respecto a las condiciones, lo más que podemos sostener es que el enunciado de creencia implica el que describe ciertos movimientos en determinadas circunstancias. En el caso de que sólo se aplique el verbo de acción cuando las circunstancias acaecen, como en el caso de "orar", podría decirse que el enunciado de creencia es equivalente al que describe una acción, advirtiendo que este último enunciado encubre un condicional cuyo antecedente se ha verificado y, si no lo hubiera sido, ese condicional sólo estaría implicado por el enunciado de creencia.
O sea que concluimos en la tesis de que los enunciados que refieren una creencia implican enunciados que describen acciones en ciertas condiciones, y lo que ocurre con algunos verbos de acción, como "rezar", no es que a su vez remitan a las creencias sino que no se satisfacen con un mero movimiento corporal, designando también circunstancias relevantes que forman parte de las condiciones necesarias para que una acción verifique un enunciado de creencia.
Otra observación que se podría hacer a esta tesis es la siguiente: no es verdad que un enunciado de creencia implique un solo enunciado que describe una acción en ciertas circunstancias. No se verifica el que alguien crea en Dios sólo por el hecho de que dadas ciertas condiciones ore, sino también porque en determinadas circunstancias solicite bautizarse, en otras dé una contribución para una Iglesia, aun en otras manifiesta su creencia en condiciones de sinceridad, etc.
Lo cierto es que esta observación debería admitirse, con lo que concluiríamos que un enunciado de creencia implica no sólo un enunciado respecto a una acción sino una disyunción de varias proposiciones que establecen que en ciertas condiciones se actúa.
Hay dos problemas vinculados entre sí que deben todavía explicarse. Uno es el hecho de que la disyunción de acciones, que verifican en ciertas circunstancias un enunciado de creencia, no parece ser un conjunto definido, cerrado, sino que parece admitir siempre nuevos miembros. Las acciones del sujeto que nos permiten sostener, por ejemplo, que cree en Dios o en que llueve, difícilmente se puedan enumerar, pues recurrentemente se nos aparecen nuevas circunstancias que no habíamos previsto y que nos dan derecho a sostener que el sujeto cree.
La otra dificultad la constituye el hecho de que tampoco las condiciones ante las cuales el individuo que cree en algo actúa de cierta forma, constituyen un conjunto definido. Piénsese, por ejemplo, si podemos determinar todas las condiciones que deben darse para que un individuo, que suponemos que cree en Dios, rece, teniendo, naturalmente, también en cuenta como condiciones las circunstancias negativas.
Este problema de la indefinición, tanto de las condiciones en que se actúa como de los enunciados que constituyen la disyunción implicada por los enunciados de creencia, es una dificultad común a muchos de los términos que presuntamente describen estados psicológicos. Ella será abordada en el siguiente capítulo en que se trata de la intención; al análisis que allí se hace nos remitimos.
Una última acotación para terminar este desarrollo: una cosa son los datos que nos dan derecho a formular un enunciado -indicios- y otra los hechos que lo verifican. Cuando decimos que un enunciado de creencia se verifica a través de determinadas acciones en ciertas circunstancias, no estamos presionando para que no se formule un enunciado de creencia si no se han verificado todas las circunstancias relevantes del caso. Muchas veces se admite el derecho a decir que alguien cree en algo por la mera declaración del sujeto; sin embargo, el enunciado no se ha verificado si no se dan otras acciones del individuo, o circunstancias que hagan que su manifestación se tenga por sincera.
Si quisiéramos representar la interpretación que aquí formulamos de los enunciados de creencia, lo podríamos hacer así:
"A" cree que "X" si se dan las circunstancias a.b..., entonces "A" hace "Y"; o si se dan las circunstancias a.c..., entonces "A" hace "Z"; o si se dan las circunstancias a.d..., entonces "A" hace "Q", o...
6.- Vinculada con el problema de la inferencia práctica y con la relación que pueda existir entre el querer y la acción, está la cuestión de lo que Kant llamaba "imperativo de habilidad" y von Wright denomina "reglas técnicas".
En "Fundamento a la Metafísica de las Costumbres", Kant decía: "Todas las ciencias tienen alguna parte práctica que consiste en la formulación de fines posibles y en imperativos que nos indican cómo alcanzar esos fines. Por consiguiente, estos últimos pueden ser llamados imperativos de habilidad".
Esta última frase podría hacer pensar que se trata aquí de un tercer tipo de imperativo que, como los categóricos y los hipotéticos, tendrían por función determinar la voluntad del sujeto; si así fuera, la indicación de los medios adecuados para obtener un fin, tendría carácter claramente prescriptivo.
Interpretar así a Kant no sería correcto, ya que él mismo reconoce en "Crítica de la Razón Práctica" que estos imperativos de habilidad son, en realidad, reglas teóricas que establecen vinculación entre causas y efectos; las califica de "teóricas" para distinguirlas de las "prácticas" que son los genuinos imperativos.
Las reglas de habilidad serían, pues, enunciados descriptivos que informan acerca de lo que ha de hacerse par alcanzar un determinado objetivo.
Sin embargo, von Wright, al tratar este mismo tema, introduce una distinción entre reglas técnicas y proposiciones anankásticas, distinción que conduce al mismo von Wright a negar el carácter descriptivo de las reglas técnicas.
En efecto, la descripción de la relación entre determinados medios y ciertos fines (según la terminología kantiana) o de las condiciones necesarias de ciertos estados de cosas (en la terminología de von Wright), es tarea de la proposición anankástica. La regla técnica de von Wright estaría basada en aquélla y consistiría en enunciados condicionales cuyo antecedente hace mención a un posible querer del agente y cuyo consecuente indica qué debe o no debe hacerse para satisfacer aquel deseo (si quieres "X" debes hacer "Y").
¿Significa esto que las reglas técnicas sean descripciones? Von Wright no acepta tampoco esta alternativa. "La respuesta adecuada -nos dice- es que no son ni lo uno ni lo otro" (ni descriptivas ni prescriptivas). Sin embargo, von Wright no da razones que fundamenten esta conclusión.
Tal vez sea esto lo que induce a Betty Powel a negar la distinción entre regla técnica y proposición anankástica, y a retomar la vía kantiana que reducía las reglas técnicas a enunciados teóricos que describen relaciones entre medios y fines. Las reglas técnicas o "instrucciones", como ella las llama, son enunciados susceptibles de verificación empírica.
Así las cosas, estaríamos pues frente a dos posiciones: la de Kant y Betty Powel, que sostiene que las reglas técnicas son descriptivas y la de von Wright que les niega este carácter sin admitir por esto que sean descriptivas.
7.- Parecería que Kant y Betty Powel tienen razón al sostener el carácter descriptivo de las reglas de habilidad o reglas técnicas. En efecto, cuesta admitir que pueda ser prescriptivo un enunciado que, aunque está referido a formas de acción e incluye en su consecuente un término deóntico, menciona, sin embargo, en su antecedente la voluntad del destinatario.
Podría pensarse que, en este caso, no se trata de influir en la voluntad del destinatario de la regla; si así fuera, no cabría hablar de prescripción, ya que ésta sólo se da cuando hay intención de influir en la voluntad de alguien para que actúe de determinada manera.
Esta posición tan radical simplifica, tal vez, demasiado las cosas. Hay casos en los que podría sostenerse, nos parece, el carácter prescriptivo de las reglas técnicas. Por ejemplo, un médico puede decir a su paciente: "si quiere curarse, debe tomar las pastillas X". Esta frase podría interpretarse como una regla técnica, ya que presenta dos propiedades que, generalmente, se asignan a aquéllas: la presuposición de una proposición anankástica ("Tomar pastillas X es condición necesaria para curarse") y una formulación condicional en cuyo antecedente aparece la voluntad del destinatario.
Pero, ¿se trata en este caso de una simple información dada por el médico al paciente?, ¿o de una prescripción encubierta bajo la forma cortés del "si quiere..."? La primera alternativa parece ser una descripción pobre de lo que el médico hace; pero, para admitir la segunda son necesarias algunas aclaraciones.
Si admitimos el carácter prescriptivo es porque el médico quiere que el paciente realice cierta conducta (en este caso, tomar pastillas X); y, si menciona la voluntad del destinatario, no es para dejar librada a ella la realización de la conducta querida, sino para reforzar persuasivamente su prescripción, ya que supone que el paciente quiere curarse. De esta formulación persuasiva puede prescindirse sin que cambie el sentido del enunciado.
Sin embargo, la simple prescindibilidad de la formulación no garantiza el carácter prescriptivo de nuestro ejemplo. Betty Powel considera que las reglas técnicas son equivalentes a las proposiciones anankásticas, en las cuales la voluntad no juega papel alguno.
En realidad, habría que distinguir entre la formulación de la regla técnica y su significado. Cuando Betty Powel identifica las reglas técnicas con los enunciados anankásticos, en los que no aparece la referencia a la voluntad, está pensando en una equivalencia de significado; pero si tienen el mismo significado es porque el "si quiere" característico de su formulación, anula en la regla técnica la fuerza normativa del término deóntico que aparece en el consecuente. Y, en este sentido, no podríamos decir que es prescindible.
Cuando la regla técnica es formulada con la intención de influir en el comportamiento del destinatario, es decir, cuando tiene carácter prescriptivo, el uso de la fórmula "si quiere", lejos de neutralizar la fuerza normativa del consecuente, tiene por objeto acentuarla.
Conviene, sin embargo, distinguir entre las reglas técnicas prescriptivas y otras prescripciones que pueden presentarse bajo la forma del "si quiere ... debe ..." Por ejemplo, una madre puede decir a su hijo: "si quieres que no te castigue, debes ir al colegio". En este caso, y aun cuando pudiera haber alguna relación entre esa prescripción y una proposición (por ejemplo: "ir al colegio es condición necesaria para educarse"), esta última no sería la proposición anankástica que daría a aquélla el carácter de regla técnica, porque no vincula el fin supuestamente querido por el destinatario con la conducta prescriptiva; no hay entre ambos relación causal.
En síntesis, las reglas técnicas, creemos, pueden ser descriptivas o prescriptivas, siempre que las definamos sólo en base a las dos características antes apuntadas: su estructura (si quieres...debes...) y su vinculación con una proposición anankástica.
Si von Wright y Betty Powel definieran de ese modo "regla técnica", ninguno de los dos tendría totalmente la razón.
Queda, sin embargo, la posibilidad de integrar la definición con la exigencia del carácter descriptivo. En este caso, Betty Powel estaría en lo cierto, ya que deberíamos descartar de la referencia de "regla técnica" aquellos casos de genuinas prescripciones (como la del médico de nuestro ejemplo), pese a su engañosa formulación. Claro que, obviamente, su argumento sería analítico.
8.- El problema de la vinculación entre acciones y creencias, nos llevó a considerar la cuestión del silogismo práctico y las reglas técnicas. Hemos intentado algunas precisiones conceptuales que, aun cuando parezcan alejadas de nuestro tema central, son sin embargo relevantes para entender la relación que existe entre lo que alguien cree, sabe o piensa y lo que hace.
Pero lo que el agente hace parece estar vinculado no sólo con lo que cree, sabe o piensa, sino también con lo que desea, quiere o tiene intención de hacer.
III.-
1.- Cada vez que decimos que alguien realizó una acción, ¿suponemos que lo hizo intencionalmente?
En cada oportunidad en que utilizamos la palabra "acción", ¿requerimos la presencia de intención?
Sostener que Juan Mató a Pedro, ¿significa necesariamente que Juan quiso la muerte de Pedro?
Las respuestas que pueden ofrecerse son varias y con diversos fundamentos. Nos hemos de ocupar de este problema, presentando las ideas de dos pensadores que, quizás con fundamento distinto, han llegado a una mismo conclusión.
2.- "Cuando un rayo electrocuta a un hombre que trabaja en el campo es porque entre el hombre y una nube se produjo una tensión eléctrica que llevó a la descarga". Esta tensión pudo haberse originado también entre otros objetos de cierta altura (por ejemplo, una jirafa) y la nube. Que fuera justamente el hombre -nos dice Hans Welzel- estaba, por cierto, condicionado causalmente en la cadena infinita del acontecer, pero el acontecer no estaba dirigido finalmente a ello". Sucede algo muy distinto en las acciones humanas: quien quiere asesinar a otro elige, conscientemente para ello, "los factores causales y los dispone de tal modo que alcancen el fin previamente determinado. Aquí la constelación causal se ha ordenado para la consecución del fin: compra del arma, averiguación de la oportunidad, ponerse al acecho, dispersar al objetivo; todos estos son actos dirigidos a un fin que están sujetos a un plan de conjunto".
A partir de casos o ejemplos análogos, Welzel sostiene que "la acción humana es ejercicio de actividad finalista", o también que "la estructura categorial de la acción humana es finalista". La actividad final es definida como un obrar orientado consecuentemente desde el fin, "mientras que el acontecer causal no está dirigido desde el fin, sino que es la resultante causal de los componentes causales existentes en cada caso". La finalidad que, según Welzel, encontramos en todas las acciones humanas, se base en que el hombre, gracias a su saber causal, puede prever -dentro de ciertos límites- las consecuencias posibles de su actividad y, merced a ello, orientar sus actos de tal modo "que oriente el acontecer causal exterior a un fin".
"Por eso, la finalidad es -dicho en forma gráfica- vidente y la causalidad ciega". El hombre, gracias a su capacidad de previsión y planeación, determina sus fines, selecciona los medios, anticipa mentalmente las consecuencias secundarias que trae aparejada la utilización de los medios aceptados y, luego pone en movimiento la serie causal. Si ella no llega a realizarse, la acción final correspondiente ha sido sólo intentada.
Welzel no trata de describir, en ninguno de los pasajes que hemos transcripto, el uso de la palabra "acción", ni tampoco aceptaría decir que formula una definición estipulativa. En realidad, él transita, o por lo menos intenta transitar, un camino diferente. Welzel afirma que decir que la acción es ejercicio de actividad finalista no es una teoría, "sino una ley objetiva del ser de la acción humana ... no puede ser inventada sino encontrada"; es decir, sostiene que está describiendo las características esenciales de ciertas entidades y que a esos "datos ontológicos fundamentales se halla vinculada toda posible valoración". Es la búsqueda de este tipo de datos a los cuales el teórico debe someterse, la que orienta al camino de Welzel. Dios, agrega, podría sin duda haber concedido una bienaventuranza a Judas, pero no a una piedra, porque hay datos (como en el caso de la acción) que constituyen una objetividad especial, que establecen límites muy precisos a cualquier valoración.
Para decidir, pues, si el agente ejecuta una acción es preciso tomar en cuenta si se ha ejercido actividad finalista y, al hacerlo -dice el jurista alemán- es indiferente que el cambio producido también haya sido el fin deseado, o sólo el medio empleado, o aun una mera consecuencia concomitante incluida en la finalidad. Una acción (intencional) de matar, existe no sólo cuando la muerte de otro es la meta propuesta, sino también cuando constituye el medio para otro fin ulterior. El sobrino humilde que quita la vida a su tío millonario, también mata, aun cuando el homicidio haya sido sólo previsto y querido como el procedimiento más dinámico y eficaz para heredar al pariente.
Por otra parte -sostiene Welzel- el hecho de que se afirme que "existen actividades sin un fin, no va contra la estructura final del obrar humano, pues en esta forma de expresión se emplea el término fin en sentido diverso: fin como la utilidad de una actividad". El juego del niño es, ciertamente, ajeno a un fin, pero construir castillos es siempre una actividad dirigida con una finalidad.
Si analizamos con cuidado la teoría de Welzel, es posible advertir que expresiones tales como "finalidad", "finalismo", "actividad finalista" son utilizadas con significados diversos.
En uno de los sentidos, la teoría de Welzel afirma que todas las acciones son finalistas, porque en todas existe un plan previo a la ejecución de los movimientos corporales. La planeación -y éste sería uno de los significados de la expresión "finalidad"- sería una característica necesaria y común a todas las acciones humanas. Pero, ¿es ello realmente así?, ¿planeamos la formulación de nuestras bromas?, ¿ordenamos las relaciones causales cuando actuamos espontáneamente? Parece excesivo o, por lo menos, muy atrevido afirmar que en todas las acciones humanas existe un plan previo.
Pero hay otro sentido de la palabra "finalidad" al cual Welzel le da especial importancia. Aquí "finalidad" significa intención de un determinado resultado. "La voluntad final, o sea la finalidad -nos dice Welzel- pertenece a la acción como factor integrante y en la medida en que configura objetivamente el acontecer" y, más claramente, "pertenecen a la realidad final sólo aquellas circunstancias que han sido incorporadas a la voluntad anticipadora de la realización". Decir esto supone decir que aquellos cambios que no han sido queridos previamente por el agente no forman parte de su acción. "La enfermera que coloca, sin saberlo, una inyección de morfina muy fuerte y de efectos mortales, realiza desde luego una acción de inyectar, pero no una acción (intencional) de matar ... la consecuencia ulterior no querida (la muerte) ha sido producida en forma causal ciega por la acción final".
Como se advierte, la finalidad en esta línea de argumentación es el dato relevante para distinguir aquello que hacemos de aquello que nos sucede o, simplemente, pasa.
La finalidad en este último sentido, como voluntad del cambio que se intenta o se ejecuta, es la que nos permite -según Welzel- distinguir una clase de acciones de otra. Para facilitar la comprensión de tal afirmación, nos presenta el siguiente caso:
En una pelea entre A y B, el primero toma un cuchillo y hiere a B por casualidad. La herida se produce en un abceso inflamado de B, el pus sale y B, que hasta el momento está gravemente enfermo, se salva. Lo que distingue a este acto de una intervención quirúrgica (podría pensarse, para completar el ejemplo, que el instrumento cortante es un bisturí y que la pelea es entre dos médicos) es la intención de A de lesionar a B. Si prescindimos de la intención, no podríamos identificar a los movimientos corporales de los personajes de la escena que hemos descripto como pertenecientes a una u otra clase de acciones. Sería imposible -diría Welzel- sin computar la intención, decidir si nos encontramos frente a una intervención quirúrgica o ante una lesión.
Pero analicemos más pausadamente esta seductora teoría:
La versión finalista del concepto de acción se opone en el derecho penal -en cuyo marco Welzel diseñó su teoría- a la concepción tradicional llamada "causalista".
Según la escuela penal clásica, la palabra "acción" denota movimientos corporales, o ausencia de movimientos corporales voluntarios. Con la expresión "voluntario" no se hace referencia ni a la finalidad, ni a la intención, sino a la capacidad de acción, que fuera el tema del primer capítulo. La intención no es, según los causalistas, relevante para determinar si hubo o no acción, sino para saber qué clase de acción se llevó a cabo.
Welzel acusa a esta concepción de desvirtuar las estructuras lógico-objetivas de la realidad; de presentar un cuadro en que la acción humana aparece como ciega y causal cuando ésta, a diferencia de los procesos naturales, es vidente y final. El causalismo olvida, según este autor, que la intención es lo que da sentido a un acto y es el factor que sirve para poner límites al curso indefinido del proceso causal.
¿Se justifican estas críticas de Welzel al concepto tradicional de acción? Y, sobre todo, ¿son válidos los fundamentos que aduce el finalismo para formular un concepto diferente? Empecemos por el final:
Nos parece que intentar extraer de la realidad, a través de supuestas "estructuras lógico-objetivas", un concepto de acción, constituye una pretensión vana que deriva de un platonismo precientífico. Suponer que el test para elegir un aparato conceptual está determinado por el hecho de que éste constituya el reflejo de ciertos aspectos de la realidad considerados esenciales, y que tenga una misteriosa vinculación con ellos, es definitorio de lo que Carnap llama "concepción mágica del lenguaje"
La relación entre lenguaje y realidad es arbitraria, en el sentido de que no estamos constreñidos, ni por razones lógicas ni por motivos empíricos, a utilizar ciertas palabras y no otras, o a definirlas de una determinada manera.
El concepto de acción no nos está dado en el mundo, por lo tanto, no se trata de buscarlo, sino de construirlo, y esta construcción está determinada exclusivamente por razones de conveniencia sistemática o de utilidad para la comunicación.
En el ancho mundo de nuestra experiencia sólo encontraremos los datos de aquélla y jamás alcanzaremos a obtener, a pesar de nuestros esfuerzos, el concepto de "acción humana". Son datos los que, ordenados de una manera u otra según nuestros propósitos o conveniencias, llamaremos, o no, "acción".
Partiendo de estos presupuestos, se hace difícil aceptar la pretensión de Welzel de haber hallado el concepto "ontológico" de acción proporcionado por estructuras de la realidad.
Esta reiterada búsqueda de estructuras o esencias más allá de los sentidos, es quizás una pretensión insaciable, análoga a la de quien trata de alcanzar el horizonte. Toda búsqueda de este tipo está condenada, desde el comienzo, al fracaso que supone intentar buscar lo que no se puede encontrar. Las estructuras "lógico-objetivas" de la realidad no están en ninguna parte, como no sea en la mente de quien las inventa.
Los fundamentos teóricos del finalismo no permiten, pues, basar en ellos el concepto de acción humana.
En cuanto al primer interrogante, sólo tiene interés contestarlo, dada la respuesta anterior, si procedemos a una conversión de los fundamentos de la tesis finalista y suponemos, contra Welzel mismo, que su elaboración está dirigida a definir la palabra "acción" de acuerdo con el uso común del lenguaje o por conveniencia sistemática.
Aun así el ataque al causalismo tendría pocos justificativos.
Acusar al concepto tradicional de acción de "ciego" y "mecánico", sólo tiene sustento en la carga peyorativa de estos términos. Cuando se define una palabra, no se tiene en cuenta en su designación todas las propiedades de los objetos denotados por ella, y no por eso se niega que tales propiedades se den en la realidad, incluso acompañando en todos los casos a las definitorias. Esto aclara que cuando el causalismo no recurre a la finalidad como definitoria de "acción", no por ello se compromete a negar que, como cuestión de hecho, las acciones sean siempre, o a veces, intencionales.
Pero, por otra parte, los teóricos del causalismo probablemente estarían dispuestos a incluir la intención en la designación del término "acción"; rechazarían, en cambio, las exigencias de Welzel de definir "acción", no por la presencia de cualquier intención, sino por una determinada finalidad. Esta renuencia parece bastante justificada, porque a los reclamos de incluir en el concepto de acción cierta intención, es razonable preguntar ¿cuál? La exigencia del finalismo se parece mucho al reclamo de un filósofo tenaz, en el sentido de que se defina "hombre", no solamente -entre otras cosas- por el hecho de que su piel sea coloreada (sin lo cual diría: los hombres son presentados descoloridos y opacos) sino también por tener determinado color.
Es obvio que una acción particular sólo puede tener una intención, y no cualquiera, pero al concepto de acción sólo se le puede asignar una intención determinada, apartándonos radicalmente del uso común del lenguaje. El propio Welzel parece haberse dado cuenta tardíamente de este hecho; dice ahora que para el concepto de acción es indiferente el fin de que se trate, o que éste sea relevante o no para el derecho. Ante esta confesión, no podemos sino compartir la perplejidad de quien nos dice: "A pesar de mis esfuerzos no consigo ver ninguna diferencia entre ese concepto de acción y el mantenido desde siempre por la doctrina causalista, para la cual hay acción cuando se quiere algo, siendo `indiferente' lo que sea ese algo".
Pero empecemos a distribuir un poco de justicia en nuestros juicios y digamos algo en favor de Welzel.
En verdad, nos parece que el concepto de acción genérica que proporciona el finalismo en lo que es novedoso no es razonable y cuando es razonable -como en las últimas afirmaciones de Welzel- no es novedoso; pero, sin embargo, creemos que la concepción finalista no se limita a diseñar un concepto general de acción, sino que también propone pautas para definir los distintos verbos de acción, o sea, para configurar las subclases de acciones.
Welzel define los verbos de acción, tales como "injuriar", exigiendo que la intención del sujeto abarque el resultado característico de la acción en cuestión.
Esta sub-tesis resulta mucho más plausible que la que se refiere a la palabra "acción"; además está motivada por ciertos inconvenientes, sin duda molestos, que presenta la interpretación causalista respecto a algunos verbos utilizados en las normas del derecho penal.
3.- Una posición de alguna manera similar a la de Welzel, es la de von Wright. Según este autor, una persona actúa cuando interfiere en el curso de la naturaleza. Esta interferencia provoca cambios que, a su vez, pueden ser clasificados en "resultados" y en "consecuencias" de la acción, según sean o no queridos por el agente.
El resultado está lógicamente ligado a la acción. Es lo que nos permite definirla. Las consecuencias, en cambio, están ligadas causalmente a la acción. Así pues, mientras que a cada acción corresponde un solo resultado, la cadena causal de sus consecuencias es ilimitada.
Para saber si estamos frente al resultado o a una de las secuencias de la acción, tenemos que tener en cuenta -nos dice von Wright- cuál es la modificación del mundo querida por el agente: "un mismo cambio o estado de cosas puede ser tanto el resultado como la consecuencia de la acción. Lo que hace que sea una u otra cosa depende de la intención que tuvo el agente al actuar" y como es el resultado lo que define la acción, y aquél es definido por la intención, se sigue que no puede haber acciones no intencionales.
Los ejemplos que presenta von Wright son tomados del uso común del lenguaje y parecen bastante convincentes si se acepta, como él mismo lo indica, que la distinción entre resultado y consecuencia tiene carácter estipulativo, justificado por ciertas ventajas para su sistema conceptual.
La teoría de von Wright podría ser interpretada de dos maneras:
La primera consistiría en pensar que se trata aquí de una explicación del concepto genérico de acción. En este caso, toda acción sería -según von Wright- intencional y su tesis no sería, en verdad, muy diferente de la de Welzel, a pesar que sus fundamentos no presentan los matices metafísicos del jurista alemán. Pero es probable que el propio von Wright rechazara decididamente esta interpretación y adujese que, en verdad, lo que a él le interesa es más bien presentar descripciones de acciones particulares, o mejor dicho, de subclases de acciones. Sus propios ejemplos reforzarían esta interpretación, ya que siempre habla de la acción de ... (abrir la ventana, airear la habitación, cerrar la puerta, etc.) No admitiría frases tales como "X actuó", ya que para poder formular un enunciado de acción sería necesario indicar de qué acción se trata.
4.- Betty Powell ha presentado diversas objeciones a las teorías que pretenden considerar a la intención como un elemento definitorio del concepto de acción.
Adscribimos acciones a los demás sobre la base de la observación empírica. Si la intención es un elemento definitorio de la acción, aunque no empírico, es obvio que es contradictorio sostener, al mismo tiempo, que adscribimos acciones con datos puramente observacionales y que la intención, que es condición necesaria de aquéllas, es un dato no observacional.
Podríamos pensar que, en realidad, es equivocado considerar a la intención como un dato no observable. Si pensásemos de esta manera resolveríamos, quizás, esta crítica. Pero, si siguiéramos esta línea de pensamiento, muy pronto nos encontraríamos con otras objeciones de Betty Powell. En efecto, podría contestarnos de la siguiente manera: si dijéramos que inferimos la intención a partir de datos observables diferentes del movimiento corporal, se nos puede presentar el caso del "agente extraño"; en este caso podemos describir lo que hace a pesar de que no contamos con ningún dato adicional al movimiento corporal que realiza. Decimos: "esa mujer está cruzando la calle" o "aquel niño juega en el jardín", aun cuando no sepamos quiénes son ellos.
La última defensa del intencionalista podría consistir en sostener que la intención es un dato observable y que no se infiere de otros que no sean la acción misma. A este argumento, Betty Powell responde de la siguiente manera: resulta circular recurrir a la intención para saber si alguien realizó una acción e inferir la intención de la acción. En el lenguaje común, muchas veces nos contentamos, para decir que el agente realizó una acción de esta o aquella clase, con percibir su movimiento corporal. Nos basta observar determinados movimientos para decir que alguien, por ejemplo, está buscando.
En sus observaciones críticas, Betty Powell parte de un punto de vista radical, bastante generalizado por cierto, que es el que sostiene que la intención es un dato no observable. Abandona esta idea al advertir que podemos adscribir una acción a un agente sobre la base de datos puramente empíricos. Comenta luego el intento de inferir la intención a partir de ciertos datos diferentes del movimiento corporal. Esta respuesta no es satisfactoria, razón por la cual es necesario limitar aun más los datos observables a la acción misma. Se había pretendido resolver el problema de si la intención es un elemento definitorio de la acción y tratado de superar los distintos obstáculos argumentales para llegar a la solución inaceptable: parecería que la intención se extrae de la acción y la acción de la intención, lo cual, obviamente, constituye un razonamiento circular.
Betty Powell refuerza los argumentos anteriores con otras razones: presenta el caso del "agente desconocido" que deja como único rastro de su intención la caja de caudales abierta, los documentos quemados, los rosales podados. Ante casos semejantes nos preguntaríamos: "¿quién hizo esto?". A pesar de que resultaría muy difícil no sólo inferir sino imaginar la intención del agente, podemos sostener que alguien hizo algo sobre la base de ciertos resultados aun cuando no sepamos, quizás nunca, quién es el autor y no tengamos por lo tanto datos para poder inferir la intención.
Pero veamos aun otros inconvenientes que acarrea la aceptación de la tesis intencionalista. Si la intención es un requisito indispensable de toda acción, entonces el autor de ella es la única autoridad para decidir si realizó una acción y qué clase de acción realizó. Esto sólo podría evitarse admitiendo que observadores neutrales tienen medios para detectar la intención del agente independientemente de la declaración de este último. Pero este camino desemboca también en la circularidad señalada más arriba.
La teoría tradicional que entiende a la acción constituida por movimientos corporales más intención, presenta -según Betty Powell- otros puntos débiles. Si nosotros admitimos o, quizás, exigimos que lo que un hombre hace sin intención es una acción, entonces podemos preguntarnos qué significado tiene en esa expresión el verbo "hacer". Una posible respuesta, quizás demasiado apresurada, consiste en decir que "hace" quiere decir, justamente, "actúa", es decir, "realiza la acción". Pero entonces decir "lo que un hombre hace sin motivo no cuenta como acción, sería contradictorio.
Podría intentarse encontrar otro camino para defender la tesis intencionalista. Esta vía, en realidad, no seguiría -al menos aparentemente- la tesis extrema de requerir como condición necesaria para hablar de acción la presencia de la intención del agente. Se podría decir que en vez de pensar en acciones particulares es conveniente abordar la cuestión como un problema de clases de acciones, es decir, no nos referiríamos a la acción de X en determinado tiempo y circunstancia, sino al concepto genérico de acción.
Así, un movimiento corporal para ser una acción tendría que pertenecer a la clase de aquellos que pueden ser elegidos o decididos por el agente.
Esta solución tiene -según Betty Powell- la siguiente consecuencia: como sería irrelevante determinar en cada caso concreto si un movimiento corporal fue elegido o decidido, entonces resultaría que cuando se realiza en estado inconsciente podría ser una acción si pertenece a aquella clase de movimientos que pueden ser hechos intencionalmente.
Suele sostenerse que las acciones se explican causalmente mediante la referencia a intenciones, deseos o motivos del agente. Decir esto parece incompatible con la pretensión de que tales componentes psicológicos forman parte de la acción.
No puede considerarse causa de un fenómeno algo que forma parte del mismo fenómeno. A. J. Ayer señala que "un motivo (o un propósito o deseo) no puede a la ver explicar una acción y ser parte de lo que se va a explicar".
Si admitiéramos que la intención es una característica definitoria de la palabra "acción", para ser consecuentes tendríamos que admitir nuestra intención cada vez que aceptamos haber hecho algo. Pero, ¿no decimos acaso muchas veces que hemos hecho algo sin querer, o que no actuamos a propósito?, ¿No es esto lo que aducimos frecuentemente cuando se nos reprocha algo? Y si renunciamos a este tipo de explicaciones, ¿no nos condenamos voluntariamente a aceptar la responsabilidad cada vez que se nos imputa un acto cuya realización y autoría no discutimos, pero en cambio nos negamos a admitir nuestra intención?
Son estos, precisamente, los casos en los que excusamos nuestras acciones, es decir, no discutimos la descripción de lo realizado, ni negamos que somos sus autores, ni tampoco ponemos en duda el carácter reprochable de la acción, pero, en cambio, no estamos dispuestos a conceder que hemos actuado queriendo o a propósito.
De alguna manera, podría pensarse que la situación de la excusa es un caso excepcional o que presenta alguna anormalidad, ya que no excusamos la gran mayoría de las acciones que realizamos. Pero -como muy bien lo ha señalado J. L. Austin- a menudo es lo anormal lo que arroja luz sobre lo normal y nos ayuda a penetrar el "velo de lo obvio que oculta el mecanismo del acto realizado satisfactoriamente". Así, el uso de las excusas nos pone en guardia contra aquellas teorías que pretenden incluir a la intención como elemento definitorio de la acción humana. Aceptar esta posición implicaría renunciar al uso de toda excusa, actitud que difícilmente es conciliable con la forma como el hombre se comporta en sociedad, a la vez que eliminaría, por inútiles, un gran número de expresiones del lenguaje ordinario, tales como "involuntariamente", "sin querer", "inadvertidamente", "por error", "sin darme cuenta", "sin quererlo", etc.
5.- Hay algunos verbos que denotan sólo acciones intencionales y para cuya aplicación, sin embargo, parece sólo exigirse un movimiento corporal, tal sería el caso de "nadar", "hablar", "comer", "soplar", etc. Estos podrían ser buenos ejemplos de la circularidad que critica Betty Powell. Una primera respuesta a esta objeción sería sostener que, en realidad, para aplicar estos verbos no basta el simple movimiento corporal sino que, además, son necesarias ciertas condiciones adicionales tales como el agua para "nadar", la comida para "comer", ciertos sonidos para "hablar" y podrían ser estos los datos que permitirían inferir la intención del agente, lo que excluiría la circularidad. Sin embargo, en estos casos las circunstancias adicionales, si bien son condiciones necesarias para el uso del verbo de acción, no son datos que nos permitan inferir la intención. Cuando decimos que estas acciones son intencionales, lo hacemos en virtud de generalizaciones empíricas que vinculan la intención a este tipo de movimientos, es decir, la intención no es definitoria de estos verbos sino universalmente concomitante. De aquí que no sea contradictorio que alguien nade sin intención. Si se insistiera en exigir la intención como definitoria y que ésta es inferida de los movimientos corporales y de sus circunstancias, efectivamente caeríamos en la efectividad que critica Betty Powell.
Muy distinto es, en cambio, el caso de verbos tales como "rezar". Aquí la intención es definitoria del verbo, pero no sólo infiere el movimiento corporal, sino de circunstancias que, sin ser necesarias para la realización de la acción, lo son en cambio para inferir la intención. Tomemos el caso del verbo "rezar": para que se pueda decir que alguien reza, hay que suponer la intención de dirigirse a un ser superior. Sería contradictorio decir que un ateo reza. Y no hay duda de que circunstancias externas a la acción misma de rezar, tales como estar en un templo, dirigir la mirada a una imagen religiosa, son datos que nos permiten inferir la intención y atribuir al agente que realiza ciertos movimientos, la acción de rezar.
Consideremos mantener el caso del "agente extraño" al que nos referimos cuando analizamos las objeciones de Betty Powell. Este argumento es ciertamente válido para el caso de aquellos verbos que utilizamos para denotar acciones de las que, en virtud de generalizaciones empíricas, predicamos intención. Así, por ejemplo, no necesitamos conocer a X para decir que si lo vemos realizar ciertos movimientos en el agua podemos afirmar, con certeza, que nada. Otro es el caso del segundo tipo de verbo que hemos considerado. Aun cuando veamos a X en una Iglesia en actitud devota frente a una imagen religiosa, nunca tendremos la certeza de que X reza; podríamos revocar nuestra descripción si X, que es ferviente democrático, nos dijese, por ejemplo, que es ateo y que estaba en el templo por razones políticas, para manifestar su oposición a un régimen anticlerical y totalitario. Cuando la intención es definitoria del verbo de acción, requerimos determinados datos de los cuales se pretende inferir la intención. Estos datos pueden faltarnos si se trata de un agente extraño. Cuando hablamos de generalizaciones empíricas, el agua es una condición necesaria para poder realizar la acción de nadar, pero del agua no inferimos la intención.
Resulta, pues, evidente que el argumento del "agente extraño" es válido para los mismos casos en que vale el argumento de la circularidad, o sea, para los verbos que denotan acciones que van acompañadas, en forma universalmente concomitante, por la intención. En cambio, este argumento no rige para aquellos casos en que la intención es propiedad definitoria del verbo en cuestión. Aquí, efectivamente, habrá muchas situaciones en las que no podamos adscribir acciones a personas extrañas.
En cuanto al argumento de la circularidad, en los casos de los verbos intencionales por definición tampoco es válida. La intención se inferiría aquí de datos diferentes al movimiento corporal y de circunstancias que son, por sí mismas, necesarias para el caso del verbo en cuestión. Betty Powell contestaría a esta objeción presentando, justamente, el caso del "agente extraño" para mostrar que la intención no puede ser inferida de datos diferentes del movimiento corporal mismo, como ya lo hemos visto.
Pero esta respuesta es insatisfactoria ante la circunstancia que, efectivamente, cuando se trata de verbos intencionales no podemos en muchos casos utilizarlos para describir lo que hacen agentes extraños.
Betty Powell sostiene que aceptar la tesis intencionalista implicaría, o bien que el agente es la única autoridad para definir si realizó una acción y qué clase de acción realizó, o bien que la intención se infiere de datos externos, incurriendo así en circularidad. Pero este dilema no se justifica, porque parece que es posible inferir la intención del agente de datos diferentes a su declaración y de circunstancias que son definitorias del verbo en cuestión. Betty Powell descalificaría esta posibilidad oponiendo como argumento el caso del "agente extraño". A este caso ya nos hemos referido.
Otro argumento de Betty Powell es que utiliza un criterio diferente a la intención para distinguir aquellos verbos que son candidatos a predicados de acción de aquellos que no lo son. Así, por ejemplo, "ir al correo" pertenecería al primer tipo de predicados y "volverse calvo" al segundo; y esto sin que sea necesario referirnos a la intención para establecer esta clasificación.
Sin embargo, el intencionalista se podría defender diciendo que, en efecto, aquí juega otro criterio diferente a la intención, pero que no es excluyente de aquélla. Ese criterio sería la voluntariedad. Diría el defensor de esta tesis que hay que distinguir tres clases de movimientos corporales. En primer término, aquellos involuntarios como "volverse calvo". Un segundo grupo estaría constituido por los movimientos voluntarios, pero no intencionales; y, por fin, estarían las acciones que son movimientos voluntarios e intencionales. Como las acciones son movimientos corporales voluntarios, si un verbo hace referencia a un movimiento involuntario queda descartado, por definición, como predicado de acción.
A esto podría responder Betty Powell alegando que esta afirmación no coincide con el uso común del lenguaje, según el cual se llama acciones aun a los movimientos corporales voluntarios no intencionales.
Justamente, nos parece que, detrás de la mayor parte de los argumentos de Betty Powell, subyace la apelación al uso común como criterio decisivo.
Esto también se ve claro en relación con el argumento de las excusas. Alguien podría decir que con la tesis intencionalista no desaparece, por ejemplo, la defensa del error sino que ésta tiene como consecuencia excluir a la acción. Ante esta objeción, Betty Powell tendría nuevamente que recurrir al lenguaje ordinario para mostrar que en él se excusa la realización de ciertas acciones y que no se niega que éstas se hayan ejecutado.
6.- Hemos visto que, en definitiva, la mayoría de los argumentos de Betty Powell contra la tesis intencionalista se basan directamente o indirectamente en el uso común de la palabra "acción" y de los verbos que describen acciones.
Esta preocupación implícita por el lenguaje ordinario, contrasta con la idea argumental de autores como Welzel, que pretenden dar un concepto universal y "verdadero" de acción supuestamente extraído de estructuras ontológicas de la realidad. Si quitamos esta máscara metafísica, es posible que encontremos que estos desarrollos encubren nada más que estipulaciones de significado para la palabra "acción" y los verbos que describen acciones.
La investigación del lenguaje ordinario y la propuesta de definiciones estipulativas son, de este modo, las dos vías que se presentan en la tarea de establecer el significado de las expresiones lingüísticas relativas a las acciones.
A veces tenemos objetivos teóricos muy definidos y entonces pasamos a proponer una definición estipulativa justificándola en relación a tales propósitos, sin necesidad de realizar, previamente, la -por lo general- ardua investigación del uso común del lenguaje.
Sin embargo, tener una idea lo suficientemente clara del uso corriente de las expresiones de acción, es útil por varias razones. En primer lugar, no siempre tenemos propósitos teóricos definidos y en ese caso no tenemos fuertes fundamentos para alegar inconvenientes en el lenguaje ordinario, que en general funciona como un aceptable medio de comunicación. En segundo término, aunque tengamos objetivos determinados y sospechemos que el lenguaje común es incompetente para satisfacerlos, es bueno analizar las reglas del uso de las expresiones que nos interesan para determinar en qué aspectos precisamente son insatisfactorias y merecen ser reconstruidas. Por último, y quizás lo más importante, el análisis del lenguaje ordinario -como lo sugirió Austin- es fecundo no por una mera gratificación de andar entre palabras, sino porque la investigación lingüística nos permite describir distinciones conceptuales importantes. Así, sucede muchas veces que, en tren de construir un sistema conceptual, no sabemos cómo habérnosla con cierta distinción o no podemos delinear un criterio definido para recoger determinadas propiedades relevantes; a lo mejor, el estudio del lenguaje ordinario nos depara la sorpresa de que aquella distinción o ese criterio están recogidos en forma implícita por los hábitos lingüísticos.
En relación al uso común de la palabra "acción", es necesario hacerse dos preguntas: ¿qué distinciones recoge ese uso respecto de la intención?, ¿qué inconvenientes surgen del lenguaje ordinario que justifiquen una reconstrucción?
El uso común de "acción" no es, obviamente, intencionalista. Encontramos que esta palabra o algunos de sus sinónimos parciales como: "conducta", "comportamiento", "proceder", "actitud", se usan tanto para hacer referencia a movimientos corporales intencionales, como no intencionales. Cuando alguien pasa un semáforo inadvertidamente, se puede decir en castellano que realizó una acción, y lo mismo si se lesiona por imprudencia, si se pisa el pié de otro, si se rompe un florero negligentemente, etc.
Si el término "acción" cubre todos estos casos, así como también las acciones rezar, insultar, bromear, hay que concluir que en su uso corriente la intención no es una característica definitoria de aquella palabra.
Muchas veces, cuando hablamos de la acción, estamos oblicuamente queriendo hacer una generalización del significado de los diferentes verbos de acción. Si volvemos ahora nuestra atención a las palabras que denotan subclases de acciones, advertiremos, como ya lo hemos insinuado y lo vamos a desarrollar más adelante, que hay tantos verbos para los que una cierta intención es definitoria, como verbos respecto a los cuales es indiferente la intención, y verbos en los que queda excluida la intención, por definición.
Detectar la existencia de la primera clase mencionada, o sea la de los verbos intencionales por definición, es importante, puesto que los argumentos de muchos filósofos no intencionalistas parecen negar que la intención pueda ser definitoria aun de algunos verbos de acción. Esto podría inferirse, por ejemplo, del argumento de la circularidad de Betty Powell.
La validez o no de esta tesis absoluta depende, en última instancia, de los criterios que se adopten para caracterizar el concepto de intención. A esto pensamos dedicarnos en el próximo apartado.
Pero antes de abandonar el presente, debemos decir algo respecto a la segunda pregunta, o sea a la que se refiere a la existencia de inconvenientes para dejar de lado el uso común de la palabra "acción".
Es posible que luego de un análisis refinado del lenguaje ordinario, pueda encontrarse que es necesaria una reconstrucción de aquél para satisfacer ciertos fines teóricos. Como nosotros no tenemos otros objetivos que la presentación de algunas distinciones vigentes en el uso común del lenguaje respecto a la palabra "acción", por supuesto que no vamos a pronunciarnos sobre esa conveniencia, ni mucho menos intentar una reconstrucción semejante. Sólo vamos a sugerir una suave prevención contra las estipulaciones que se presentan sin una suficiente demostración de los inconvenientes del lenguaje ordinario.
7.- A lo largo de este capítulo hemos analizado diversas interpretaciones con respecto a la relación entre acción e intención. Los autores que hemos considerado piensan que la intención es condición indispensable de toda acción. Pero, curiosamente, ninguno nos dice con claridad en qué consiste. Algunos más arriesgados han traducido "intención" en términos de "propósitos", "decisión", "planeamiento", "elección". Pero sostener esto es, en realidad, trasladar la cuestión a expresiones que plantean las mismas dificultades, ya que ellas tampoco han sido definidas. Cuando se trata de evitar el camino de la sinonimia, se suele seguir la alternativa de vincular la intención a algún dato metafísico. La intención, entonces, se convierte en una entidad fantasmal cuyas relaciones con los movimientos corporales nunca son suficientemente aclaradas.
Otra alternativa que, a veces, se ha seguido ha sido la de identificar la intención con algunos hechos familiares. Así, se ha sostenido que la intención consiste en la declaración del agente en su silencio, ante ciertas circunstancias o en determinados movimientos corporales. Pero esta solución no ofrece mayores garantías que la propia seducción que provoca, ya que en realidad nadie estaría dispuesto a aceptar que la intención del envenenador en su confesión posterior y, por consiguiente, no sería contradictorio afirmar que envenenó intencionalmente aun cuando se haya negado a confesar.
Para buscar una salida a este dilema, tal vez convenga analizar algunos usos relevantes de la palabra "intención" con respecto a la acción. Nos referiremos a tres casos:
(a) El uso de la palabra "intención" en relación a una acción realizada.
(b) El uso de la palabra "intención" en relación a una acción intencional realizada.
(c) El uso de la palabra "intención" en relación a una acción no realizada.
En el primer caso, calificamos simplemente de intencional a una acción. Ejemplo: X lo mató con intención. En el segundo caso, el uso aparentemente redundante de la palabra "intención" podría hacer referencia a una doble intención. Ejemplo: le buscó la cita de Welzel con toda intención. En el tercer caso, se hace referencia a una acción que se proyecta realizar. Ejemplo: Eugenio tiene la intención de discutir esta tesis.
En el primer ejemplo, el uso de la expresión "con intención" proporciona un dato relevante acerca de lo que hizo X. En el segundo, la expresión "con toda intención", aunque referida a la acción de buscar, parece indicar un propósito ulterior al simple señalar una cita de Welzel. En el tercer ejemplo, la palabra "intención" está referida a un supuesto propósito de Eugenio que no exige necesariamente su concreción en una acción.
8.- Veamos más de cerca en qué condiciones usamos la expresión "con intención" o, dicho de otra manera, qué criterios tenemos para su uso. Por lo pronto, no exigimos la presencia de un hecho empírico verificable. ¿Qué hecho empírico, concreto y único denota la palabra "intención"? Ninguno de los partidarios de las teorías intencionalistas podrían dar respuesta unívoca y, si insistiéramos en nuestra demanda, posiblemente tendría que ir cambiando de hechos de referencia según los casos. Pero esto equivaldría a sostener que ninguno de ellos es el denotado por la palabra "intención" sino que, más bien, son múltiples las circunstancias que nos autorizan a usar la expresión "con intención". Si este es el caso, entonces "intención" no es el nombre de entidad alguna.
Tal vez, la exigencia de hechos empíricos externos pueda parecer muy fuerte a los partidarios de la tesis que aquí analizamos.
Podría pensarse que la intención es un hecho psicológico distinto de la acción, anterior o contemporáneo a la acción y vinculado causalmente a ella.
Esta posición, que hace referencia a un hecho empírico interno, va a ser analizada en un diálogo entre Paco y Roque, cuyas iniciales nos convienen, pues el primero preguntará y el segundo formulará respuestas:
P. ¿Qué es para usted la intención?
R. Una especie de hecho psicológico, que causa la acción.
P. ¿Cómo tenemos acceso a este hecho psicológico?
R. Por medio de a confesión o el anuncio del agente, por ejemplo.
P. Cuando usted dice que la intención es un hecho psicológico, ¿quiere usted decir que es una especie de acción interna?
R. En cierto modo, sí.
P. En tal caso, ¿esta acción interna puede a su vez ser querida?, ¿se puede tener la intención de tener la intención? Estará usted de acuerdo conmigo en que esto parece muy extraño, cuando no un sinsentido, y esto sin que tengamos que recordar a Witgestein cuando nos dice que "querer" no es el nombre de una acción.
R. Tiene usted razón. Pero mi tesis es válida aun admitiendo que la intención no es una acción sino un proceso psicológico que nos pasa o que nos sucede.
P. Entonces, para resumir su tesis, la intención es algo que nos sucede y que podemos hacer conocer por confesión o anuncio, para usar los ejemplos que usted mismo ha mencionado. ¿Es esto así?
R. Efectivamente.
P. Cuando confesamos o anunciamos una intención, ¿estamos describiendo algo que nos pasa?
R. Tal vez sí.
P. Pero cuando anunciamos nuestra intención de realizar una acción, ¿no estamos en realidad prediciendo lo que vamos a hacer si se dan las circunstancias adecuadas?
R. Si usted quiere hablar así, de acuerdo, pero tenga en cuenta que se trataría de una predicción algo extraña, pues sería infalible si es que se dan aquellas circunstancias. Si alguien dice: "X tiene la intención de hacer A en las circunstancias C", y se da C y no realiza A, uno no diría entonces que la predicción fue falsa, sino que X mintió, y esto ocurriría en todos los casos, de modo tal que nunca podría falsearse esta predicción.
P. Pero, ¿qué le autoriza a decir X mintió, o sea, que en realidad no tuvo la intención que declaró? ¿No será que lo que usted llama intención es la disposición del agente a actuar de una determinada manera en ciertas condiciones, o sea, que cuando decimos que X tenía la intención de hacer A en las condiciones C, lo que decimos es que si se da C, X realizará A? En una palabra, para usar la terminología de Ryle, a quien usted bien conoce, la intención sería una propiedad disposicional del agente.
R. Pienso que éste no es el caso, porque no sólo predicamos la intención de acciones futuras, sino de pasadas, y mal podríamos hablar entonces de predicciones.
P. Pero sostener esto sería igual a decir que una vez que el azúcar se ha disuelto no podemos afirmar que su solubilidad es una propiedad disposicional.
R. Bueno, retiro mi argumento. Creo que hemos llegado a este punto porque acepté, sin más, la identificación entre descripción y predicción. Y en verdad son cosas distintas. A partir de la descripción de la intención se puede tal vez predecir algo, pero lo fundamental de mi tesis es que los enunciados de intención describen un fenómeno psicológico.
P. Aceptado esto, quisiera ahora recordarle que hace un momento usted reconoció que este fenómeno psicológico no podría ser una acción, sino algo que nos pasa.
R. Efectivamente.
P. ¿Acepta usted entonces la distinción usual entre las cosas que nos pasan y las que hacemos, en el sentido de que aquéllas no están bajo nuestro control?
R. Por supuesto.
P. Voy a permitirme exponer una vez más su tesis. La intención sería un hecho psicológico no controlable, que es causa de ciertas acciones que llamamos intencionales. Si la causa (o sea la intención) es incontrolable, entonces no veo la diferencia entre aquélla y el escozor que nos provoca un estornudo y, por lo tanto, tampoco veo la diferencia entre estornudar y matar intencionalmente, o sea entre lo que nos pasa y lo que hacemos deliberadamente.
R. Como esta conclusión no me satisface, pienso que lo que no es correcto es aceptar la premisa de la que partimos, o sea que ahora sostengo que hay ciertas posibilidades de controlar la intención, en el sentido de impedir que aparezca o provocar su aparición. La educación o la propaganda, por ejemplo, pueden condicionar al agente para que tenga ciertas intenciones o deje de tener otras.
P. Puedo admitir, por ahora, esta respuesta. Pero tendría que traer a colación la distinción entre voluntariedad e intención. Lo más que usted me habría demostrado al hablarme de control es que la intención sería un estado de cosas voluntario, del mismo modo que tropezar. Si sostenemos que una acción es intencional porque está causada por un estado de cosas simplemente voluntarias, no veo como pueda distinguirse esa acción de las acciones voluntarias no intencionales. Me parece que usted y todos los que sostienen el mito que usted comparte están exigiendo, implícitamente, algo más fuerte cuando piensan en la intención como un proceso interno y es que a su vez ese proceso tiene que ser intencional. Pero esto, obviamente, nos conduce a un regreso al infinito.
R. Entonces, la palabra intención no tiene ningún significado. Si no denota un proceso interno, ¿qué es lo que denota? No podrá usted negarme que usamos la palabra "intención" o la expresión "con intención" en nuestro lenguaje cotidiano. Pero si usamos palabras sin significado o palabras que no denotan nada, ¿no caemos en un sinsentido? Usted es partidario del uso del lenguaje ordinario como guía para investigar este tipo de problemas y ahora parece que, o renuncia a este criterio, o va a tener que aceptar mi tesis.
Llegados a este punto, en que quien respondía comienza a preguntar, parece oportuno interrumpir el diálogo y exponer una posible respuesta de Paco.
9.- Una manera de replantear el problema es modificar los términos del punto de partida tradicionalmente ofrecido, y en vez de sostener "intención es el nombre de una entidad" quizás sea preferible encerrar tal postulado entre signos de interrogación. De esta manera evitaremos, posiblemente, poblar el mundo de fantasmas sin caer en la eliminación de distinciones conceptuales familiares como la que considera que la confesión del envenenador no es su intención.
En la discusión anterior se ha partido del presupuesto de que resulta necesario atribuir una referencia semántica determinada a las palabras, para que cumplan una función significativa en el lenguaje. Tal vez sea necesario discutir este presupuesto tratando de encontrar solución al dilema que cerraba el diálogo anterior: la palabra "intención" o denota algo -en tal caso sólo podrá denotar un estado interno del agente- o no denota nada y, por lo tanto, carece de significado.
Habiéndose descartado, a lo largo de la discusión, la primera alternativa, queda por discutir la segunda, en relación al uso común del lenguaje.
En el lenguaje ordinario encontramos que no todo término, ni aun los que pueden aparecer como sujetos gramaticales en oraciones, denotan entidades o procesos.
Por supuesto, que no nos referimos a términos tales como "centauro" o "sirena", que si bien no denotan entidades observables nombran cosas cuya existencia es lógicamente posible.
Hay palabras como "universidad", "centavo", "átomo", "campo magnético", "inconciente", que se distinguen por el hecho de no denotar nada que sea, ni aun lógicamente, posible de ser observado. Sin embargo, cumplen una función útil en el lenguaje científico y cotidiano, que nos obliga a adecuar a ellas nuestro criterio de significación.
Lo que las hace significativas es la posibilidad de traducir los enunciados en que ellas aparecen a enunciados que hacen referencia a datos observables. Por ejemplo, las proposiciones en que aparece la palabra "universidad", al menos en alguno de sus sentidos, pueden ser traducidas, por ejemplo, a enunciados que hacen referencia a la conducta de determinados individuos.
Quizás entre las expresiones dadas como ejemplo podrían hacerse distinciones relevantes. Respecto de algunos de esos términos, los enunciados en que ellos aparecen son equivalentes a un conjunto de enunciados observacionales que agotan su significado; en el caso de otros, parece que no es posible agotar su significado proporcionado un conjunto determinado de enunciados sobre datos observacionales.
Estos últimos términos, entre los que se encuentran "electrón" y "campo magnético" son usualmente llamados "teóricos" por los filósofos.
Como dice Carnap, los términos teóricos no admiten una definición explícita por la que pueden ser reemplazados en todo contexto en que aparecen (como "triángulo" puede ser sustituido por "figura cerrada de tres lados"). Se definen implícitamente, en el marco de una teoría.
De estos términos teóricos sólo puede darse lo que se ha llamado "reglas de correspondencia" o "definiciones coordinadoras", que permiten su uso ante la presencia de ciertos datos. Por ejemplo, la palabra "electrón" puede usarse, en el contexto de la teoría electrónica, cuando aparece una línea en el espectro, sin que esto, naturalmente, implique que la palabra "electrón" nombre ese fenómeno.
Según Carnap, las reglas de correspondencia que permiten el uso de un término teórico forman un conjunto abierto, pues es posible siempre agregar nuevas reglas que los coordinen con ciertos datos; si se agotasen las reglas de correspondencia, el término dejaría de ser considerado teórico para considerarse observacional.
Tal vez la palabra "intención" podría pertenecer a esta clase de términos. Parece que no es posible dar de ella una definición explícita, o sea, un conjunto de propiedades o condiciones necesarias y suficientes para su uso. Pero decir esto no implica que no existan ciertos criterios para el uso de la expresión "intención". Lo que sugerimos, en realidad, es que los criterios de su uso no forman un conjunto exhaustivo y no sirven para establecer una referencia semántica de la palabra, sino que, simplemente vinculan su uso con la presencia de ciertos datos observables no denotados por ella.
Así, a veces la confesión del agente, la conducta anterior, la modalidad de ejecución de la acción, pueden ser datos relevantes de acuerdo a las reglas de correspondencia para el uso de la palabra, sin que "intención" signifique en estos casos ni la confesión, ni la conducta anterior, ni la modalidad de la acción.
Nadie aceptaría que la confesión es la intención. Aunque la concepción tradicional coincidiría con esto, vería a la confesión como expresión de la intención del agente. En cambio, es posible que hechos tales como la confesión, ni sean lo que la palabra "intención" denota, ni constituyan una prueba de la intención del agente. En realidad, tales hechos podrían tener con la palabra "intención" la misma relación que existe entre la línea en el espectro y la palabra "electrón".
IV.-
1.- En la vida diaria dejamos de ejecutar múltiples acciones. Así, por ejemplo, en el momento en que escribimos estas líneas dejamos de fumar, de beber, de viajar, de tropezar, de saludar, etc. Hay muchísimas cosas que no hacemos ahora y que posiblemente no haremos nunca. En este sentido las cosas que no hacemos parecen ser mucho más numerosas que las que hacemos.
Por otra parte, la ejecución de algunas acciones excluye la realización de otras. Si estoy silbando, no puedo también cantar al mismo tiempo. Si digo que estoy escribiendo estas líneas en mi escritorio, parece imposible sostener que, al mismo tiempo, esté ofreciendo un concierto de violín a mis amigos.
2.- Pero de las acciones que no realizamos hay algunas que tienen un status especial. Se trata de aquellas que no sólo no hacemos, sino que su realización es de alguna manera esperada. En este caso, podemos decir que frustramos las expectativas de terceros.
Estas expectativas pueden estar basadas en fundamentos normativos o deónticos, o bien puramente empíricos. En adelante, por razones de economía, hablaremos de expectativas deónticas y expectativas empíricas.
En el primer caso, se espera la ejecución de una acción sobre la base que una norma, que no tiene por qué ser necesariamente jurídica, que impone o exige a un sujeto la realización de aquella acción. Por ejemplo, se espera que dos amigos cuando se encuentran se saluden, ya que existe una norma social que así lo exige. Si aceptamos que los contratos deben ser cumplidos, esperamos que el deudor pague sus deudas.
3.- En algunas teorías jurídicas y sociológicas contemporáneas como las de Werner Maihofer y Ralf Dahrendorf[1] la consideración de las expectativas juega un papel fundamental en la determinación de los distintos papeles sociales. A cada papel social corresponde, según Maihofer, una actitud que podemos calificar de “natural” o “racional” y cuya no realización se presenta siempre como una falta o como un inconveniente para aquel que tiene depositada una expectativa o interés en la conducta del otro. De esta manera, el derecho, tomando como criterio esta expectativa, fija los límites de lo debido y de lo no debido, prescribiendo estos límites, asegurando su respeto e imponiendo, a veces coactivamente, la satisfacción de las expectativas.
A estas expectativas, según Maihofer, las calificamos de “naturales” y, de esta manera, valoramos positiva o negativamente el hacer y el ser de los demás. Considerando los intereses y las expectativas que están en juego en una situación específica, podría llegarse, mediante una síntesis de los aspectos valorativos de una situación, a crear un modelo de constelación típica de intereses y expectativas correspondientes que constituyen “el conjunto de infraestructura y de la supraestructura concreta que compone la materia social de una tal situación”. No nos interesa aquí considerar en detalle las tesis de Maihofer, que ya han sido analizadas en otro trabajo[2]
4.- Solemos esperar que se ejecuten acciones intencionales y no intencionales. Tanto tenemos expectativa de que Juan se presente al servicio militar porque hay una ley que así lo establece, como que nuestro amigo torpe golpee el jarrón que tenemos a la entrada de nuestra casa para cumplir así con un comportamiento que en él es habitual.
En todos estos casos de expectativas frustradas decimos, por lo general, no sólo que la persona en cuestión no realizó una acción, sino que omitió hacerla. Esta vinculación con las expectativas reduce el uso de la palabra "omisión". No omitimos todo aquello que no hacemos. G. H. von Wright precisamente para distinguir las acciones que no hacemos de las que omitimos, utiliza la expresión "negación interna" de la acción para referirse a estos últimos casos y la expresión "negación externa" para referirse a los primeros.
De acuerdo con lo dicho hasta ahora, podría pensarse que en realidad la expresión "omisión" es empleada únicamente cuando no se ejecuta una acción "esperada".
Sin embargo, alguien podría objetar esta forma de entender las cosas, ya que no siempre ocurre así. Si en el caso del amigo torpe éste no golpea el jarrón como lo esperábamos, bien podríamos afirmar que éste no ejecutó la acción no intencional esperada, pero no decimos, en el uso común, que omitió romper.
Por las razones dadas, podríamos pues pensar que para utilizar la expresión "omisión" no es suficiente afirmar que se ha burlado o frustrado la expectativa de que una acción sea ejecutada.
5.- Podríamos modificar la indagación y comenzar analizando el problema desde el punto de vista de aquellos casos en que se frustra una expectativa deóntica.
En todos estos casos, las acciones esperadas son sólo intencionales, ya que lo debido sólo puede ser, por definición, una acción intencional. Así, no se dice, por ejemplo, se debe tropezar, pues tropezar es una acción no intencional. En consecuencia, tampoco se dice está prohibido no tropezar, que sería su equivalente en virtud de la interdefinibilidad de los operadores deónticos: "obligatorio", "prohibido".
Se dice en cambio: se debe evitar tropezar para haber referencia a una acción intencional. En consecuencia, podría uno decir que está prohibido no evitar tropezar.
En todos los casos en que se deja de ejecutar una acción esperada en virtud de una expectativa deóntica, utilizamos la expresión "omisión". Se dice, por ejemplo, que el deudor omitió cancelar la obligación del acreedor, o que el sujeto omitió presentarse al servicio militar cuando ello era debido.
Tienen así razón los autores que, al analizar los delitos culposos, sostienen que en realidad lo prohibido es no haber tenido el cuidado o la atención debida, descuido que es castigado cuando además origina causalmente un determinado resultado (si utilizáramos la terminología de von Wright tendríamos que hablar no del resultado sino de consecuencia, y podríamos tal vez decir que en los delitos dolosos lo castigado es el resultado y en los culposos, las consecuencias).
Como el tener cuidado o atención son una acción intencional, pueden ser contenido de un deber.
6.- Podríamos pensar, entonces, que sólo se pueden esperar acciones intencionales cuando las expectativas son deónticas. En realidad, ello no es así ya que también se pueden esperar acciones intencionales cuando hay expectativas empíricas.
Desde luego, admitir esto último supone que es posible realizar acciones no intencionales y que estas últimas no son algo que "a uno le pase". Si así fuera, no se podría aplicar aquí la expresión "omisión", ya que ella denota la ausencia de una actividad esperada.
Sin embargo, es posible admitir que uno en ciertas circunstancias no ejecuta una acción intencional, en virtud de los siguientes argumentos: a) Porque no se ejecuta ninguna acción. El sujeto permanece en su silla y no se dirige al lugar en donde se encuentra el jarrón que generalmente rompe. b) Ejecuta una acción distinta. Se espera que rompa el florero y, sin embargo, el cuerpo pasa a una distancia adecuada para que esto no suceda.
7.- En todos los casos en que las expectativas son deónticas, atribuir una omisión a un sujeto implica imputarle la violación de un deber. En estas circunstancias, la palabra "omisión" tiene una connotación disvaliosa o negativa. La omisión se usa aquí en contextos de reproche. En estos casos parece estar pensando Maihofer cuando se refiere a los distintos tipos de sanciones que acompañan la omisión.
Sin embargo, cuando nos movemos en el campo de las expectativas empíricas, es posible imaginar ciertos casos en que la palabra "omisión" sea usada en contextos laudatorios. Así, podemos decir, por ejemplo, que el "orador omitió mencionar sus méritos", o que "el profesor omitió formular preguntar difíciles al alumno para no turbarlo". Estos usos de la palabra "omitir" están basados en generalizaciones empíricas de lo que ocurre o suele ocurrir.
8.- A primera vista parecería que para omitir se requiere una capacidad menor que para actuar. En este caso sería más fácil omitir que actuar. Sin embargo, si aceptamos la distinción de von Wright entre negación interna y negación externa, y reservamos la primera expresión para las omisiones, parece evidente que para omitir se requiere la misma capacidad que para actuar. O, dicho de otra manera, sólo podemos omitir aquellas cosas que podemos hacer; en cambio si no omitimos dichas cosas precisamente porque podemos hacerlas. Así, carecería de sentido decir que alguien "omite cruzar a nado el Atlántico".
En el capítulo I nos referimos, sin embargo, a algunos casos en los cuales parecería que existe una cierta asimetría entre el omitir y el realizar. Por ejemplo, si se considera que ayunar es omitir comer, uno podría decir que es posible comer permanentemente (ingiriendo en casa momento cantidades ínfimas de alimento), pero en cambio no es posible ayunar indefinidamente. En este caso parecería que la capacidad de hacer es mayor que la capacidad de omitir.
V.-
1.- Cuando se trata de clasificar las acciones desde el punto de vista de su intencionalidad, conviene detenerse a considerar aquellos verbos que son usados como descripción de acciones. En este caso podríamos establecer una distinción triple.
En primer lugar, hay un gran número de descripciones que incluyen evidentemente la intención. Es el caso, por ejemplo, de verbos tales como buscar, orar, conducir un vehículo. Cuando digo "X busca" estoy atribuyendo a X la intención de encontrar algo, ya que sería contradictorio suponer que alguien busca sin desear encontrar. Cuando digo "X ora" estoy suponiendo también que X tiene la intención de dirigirse a un ser superior.
Hay otras descripciones de acciones que usamos para excluir la intención. Por ejemplo, cuando decimos "X tropezó". En este caso, estamos excluyendo la posibilidad de que el acto realizado haya sido intencional. Esto no significa que el tropezar no sea una acción de X: es una acción voluntaria aunque no intencional. Posiblemente, si X hubiera actuado con el cuidado necesario no hubiera tropezado. Bacón en su “De Augmentis” V, 2 enumera tres formas de caminar en la oscuridad para evitar tropezar: tantear en las tinieblas (“cum palpet in tenebris”), ir de la mano de otra persona que ve mejor (“cum alterius manu ducatur ipse parum videm”), o utilizar una lámpara para guiar los pasos (“cum vestigia lumine adhibito regat”). Algo similar ocurre con "trastabillar", "tartamudear" (cuando no se trata de un tartamudo), "equivocarse", "vacilar". En todos estos casos describimos acciones no intencionales, aunque sí voluntarias, en el sentido de que podrían haberse evitado si se hubiera puesto el debido cuidado. Además, excluimos precisamente la intención, ya que si así no fuera no diríamos que X tropezó sino más bien que X pateó una piedra, por ejemplo.
Por último, hay verbos tales como "matar", "romper", "voltear" u "ofender" que describen acciones voluntarias en las que la intención puede o no estar presente. Puedo matar con o sin intención, puedo romper un florero proponiéndomelo o no, etc.
Todo esto nos indica que desde el punto de vista de la intención el repertorio de verbos es lo suficientemente rico como para permitirnos, en algunos casos, sobre la base de nuestros criterios de identificación de acciones, atribuir, negar o dejar en suspenso, hasta contar con mayores datos, el carácter intencional de la acción.
Esto, desde luego, no quiere decir que no podamos dividir a las acciones voluntarias en intencionales y no intencionales. Si los verbos que se refieren a la acción pueden tener un carácter mixto, parece que éste no es el caso cuando se trata de clasificar las acciones mismas.
2.- Es posible también, establecer una subclasificación de los verbos de acción, que tiene como condición de aplicabilidad la producción de un resultado, es decir, de un estado de cosas distinto al mero cambio de posición del cuerpo del agente. Entre esos verbos, hay algunos que abarcan solamente la forma comisiva activa de producir ese resultado.
Otros verbos, en cambio, comprenden en su denotación no solamente la producción de un resultado por medio de una cierta actividad sino también, en ciertas condiciones, la efectivización de ese resultado por omisión.
Por último, podríamos considerar el caso de verbos que se refieren exclusivamente a las situaciones expuestas en último término, o sea, a la producción mediante omisión de un estado de cosas. No obstante, no hemos encontrado en idioma castellano casos de verbos que ejemplifiquen esta tercera clase, lo que no es óbice para que un análisis más tenaz pueda mostrar ejemplos pertinentes.
Como caso claro de un verbo que pertenece a la primera clase, se puede mencionar la palabra "romper". No parece que este término denota exclusivamente movimientos corporales que tienen como consecuencia un cierto estado de cosas: una cosa rota. No creemos que pueda decirse que un individuo que ha "roto" un jarrón, si omitió sostenerlo cuando se caía; en todo caso se le reprochará su omisión de evitar su destrucción, pero no el haberlo destruido.
También el verbo "construir" pertenece a la primera clase. En castellano no se dice, por ejemplo, que el propietario de un fondo construyó una casa en él, si omitió impedir que un extraño construyera esa casa. Hay muchos otros verbos que están en el núcleo central de la primera clase: "pintar", "gritar", "limpiar", "escribir", etc.
Los verbos que son vicariantes, en el sentido de abarcar tanto la comisión como la omisión que produce un cierto resultado, quizás son menos numerosos.
Tomemos el verbo "matar". Si una maestra se queda sentada tranquilamente mientras se ahoga en una pileta un alumno a quien tiene el deber de cuidar, merecerá los más duros reproches, pero en ellos no se dirá, salvo en un sentido técnico-jurídico, que ella lo ha matado, sino que lo ha dejado morir.
Hay otras situaciones, en cambio, que se caracterizan por el hecho de que el deber de actuar es muy fuerte y porque, además, el agente controla casi exclusivamente la producción del resultado, de tal modo que contribuyen muy pocas condiciones adicionales a la omisión para causar tal resultado. El ejemplo típico es el de la madre que no alimentando a su hijo le causa la muerte. Si suponemos que se trata de un niño de meses que no puede conseguir alimento por su cuenta o con la ayuda de otra persona, es evidente que diremos que la madre lo ha "matado" en el sentido literal de la palabra. También se usaría el término "matar" para describir la conducta del carcelero que no allega alimentos a quien tiene detenido.
Estos casos se caracterizan porque entre las pocas condiciones que causan el resultado, se encuentra, aparte de la omisión, alguna actividad del agente. Así, en el último ejemplo el carcelero ha encerrado al preso y en el primero, la madre ha procreado al niño.
O sea, que la palabra "matar" se extiende literalmente a la omisión que provoca la muerte en circunstancias limitadas, en que se da generalmente un deber muy fuerte de actuar, el control casi absoluto del resultado y el haber puesto una condición activa de ese resultado.
Otro caso de verbos vicariantes en cuanto a la acción u omisión, es el verbo "defraudar". Evidentemente se dice "Fulano me ha defraudado al no cumplir con su promesa", o "al no aprobar ese examen".
También el verbo "injuriar" abarca casos de omisión. Se injuria tanto profiriendo palabras ofensivas, como no saludando en circunstancias especiales.
Los verbos "beneficiar", "perjudicar", "equivocarse", etc. son también ejemplos de lo mismo.
Como ya hemos dicho, al parecer no existen contingentemente en castellano verbos para hacer referencia exclusiva a una omisión que provoca un resultado. Hay en cambio verbos cuya denotación es una pura inactividad, como "ayunar" o "callar".
Esta cuestión tiene algunas consecuencias interesantes en el ámbito jurídico, sobre todo en materia penal. Si se toma como una consecuencia implícita del principio de reserva que el sentido que se le debe generalmente dar a la ley es el del uso común, o sea, el sentido al que puede tener acceso el agente antes de la comisión del hecho, resultaría inconstitucional el resultado de una interpretación que extendiera el sentido de un verbo típico exclusivamente comisivo a omisiones.
3.- El haber considerado los verbos vinculados con la acción humana, tiene, según creemos, gran importancia. No sólo porque las normas jurídicas y morales utilizan precisamente este material lingüístico para asignar su contenido, es decir, aquello que está permitido, prohibido u ordenado, sino porque además uno podría radicalizar las cosas y decir que, en realidad, el hombre sólo realiza aquellas acciones que puede describir. En una palabra, el repertorio de las acciones humanas es idéntico al repertorio de sus verbos de acción. Y tener en cuenta que los hombres realizan aquellas acciones que pueden nombrar, puede tener también importancia para la historia y la sociología. No pocas veces nos acercamos a culturas diferentes a la nuestra con un repertorio de verbos de acción totalmente desconocido por aquélla. En este caso, corremos el riesgo de encubrir o desfigurar la realidad. Y es evidente que un conocimiento afinado del instrumento lingüístico puede, en estos casos, ayudarnos a interpretar mejor aquello que deseamos conocer.
VI.-
1.- La teoría clásica del derecho penal define generalmente "acción", en un sentido técnico, como todo movimiento corporal voluntario del hombre. Un buen ejemplo de esta posición es la conocida definición de E. von Beling: "Debemos entender por ‘acción' un comportamiento corporal (fase externa, ‘objetiva' de la acción) producida por el dominio sobre el cuerpo (libertad de inervación muscular, ‘voluntariedad') (fase interna, ‘subjetiva' de la acción)..."
Por el contrario, en el uso ordinario del lenguaje, "acción" parece tener un campo de aplicación más amplio. Solemos, por lo pronto, atribuir acciones a cosas inanimadas, como cuando hablamos de "la acción de la sulfamida" o de "la acción del fuego".
Decimos también que los animales realizan acciones y nos referimos entonces a "la acción de la langosta" o a "la acción de los roedores". A veces, son entidades abstractas las que actúan e invocamos "la acción de la justicia" o "la acción del tiempo". Desde luego, predicamos también acciones de los hombres: "la acción de los guerrilleros", "la acción de los educadores". Estos ejemplos demuestran que en el lenguaje ordinario, la palabra acción no sólo no tiene un uso restringido al ámbito humano, sino que, además, designa tanto la actividad de algo o alguien como el resultado de aquélla.
Pero, en todo caso, el uso ordinario y el jurídico, recoge algo que parece ser obvio, es decir la vinculación entre la acción y el hacer. Lo que los hombres hacen constituiría precisamente sus acciones. Y como lo que los hombres hacen es designado por verbos con sujeto personal, podría pensarse con Platón, que entre verbo y acción existe una relación biunívoca, es decir que así como cada acción es designada por un verbo, así también cada verbo designa una acción o, si se quiere, que cada frase con verbo activo es la descripción de una acción. Veamos, sin embargo, algunos ejemplos:
X bostezó varias veces durante la conferencia
X duerme la siesta
X bebe con sus amigos
X tose cada vez que fuma
X escribe un libro sobre el problema de la acción
X camina todas las noches
Pero, ¿es verdad que todas estas frases describen acciones? Parecería que no. Difícilmente se admitiría, tanto en el uso ordinario como técnico, que "dormir" por ejemplo, designa una acción. Aun en el caso de "caminar", el más ligero análisis nos haría ver que este verbo puede designar tanto el caso de caminar de X sonámbulo como el de X paseando su perro después de comer. Esto nos sugiere que el adjetivo "voluntario" con el que los juristas califican ciertos hechos designados por verbos activos puede jugar un papel relevante en el concepto de acción.
Si suponemos ahora que aquellos hechos son, como en la definición de Beling, movimientos corporales del hombre, una posible forma de precisar cuáles son los que merecen el nombre de "acciones" podría consistir en concentrarse en el concepto de voluntariedad. Tal vez así podría darse respuesta a la pregunta de Wittgenstein: "¿Qué queda de la acción de levantar el brazo si le resto el movimiento físico de levantar el brazo?".
2.- Es común pensar que "voluntario" es el opuesto contradictorio de "involuntario. Sin embargo, cuando comenzamos a recorrer esta vía que apunta a una oposición radical entre ambos términos, tropezamos con serias dificultades debido a los diferentes criterios que reglan el uso de la palabra "voluntario", y el de su supuesta negación "involuntario".
A veces, "involuntario" es usado como sinónimo de "no intencional", como cuando decimos: "Carlos rompió involuntariamente el jarrón". En este caso, "involuntariamente" puede ser reemplazado, sin alterar el valor de verdad de nuestra descripción de lo que Carlos hizo, por expresiones tales como "sin querer" o sin intención". Además, si "involuntario" fuese el opuesto contradictorio de "voluntario" y sinónimo de "sin intención", podría pensarse entonces que "voluntario" es, a su vez, sinónimo de "intencional". Pero, como veremos más adelante, ésta es una peligrosa identificación.
Por otra parte, en ciertos contextos, "voluntario" puede ser entendido como opuesto a "bajo presión", o a "por obligación", o a "bajo influencia", como lo sugiere J. L. Austin, e inversamente, sostener que "involuntario" es sinónimo de estas tres últimas expresiones. Pero, ¿es siempre involuntario aquello que uno hace por obligación? y ¿es acaso voluntario lo que no se hace bajo presión?, ¿no hay otros usos del término "voluntario" que no hagan referencia ni a la presencia de intención en el agente ni la ausencia de obligación de realizar un determinado acto?
Veamos más de cerca estas cuestiones. Por lo pronto, no todo lo que se hace por obligación es involuntario, al menos en una cierta aceptación del término. Lo que las normas prescriben, por ejemplo, son acciones voluntarias. O sea, que por obligación realizamos un número importante de acciones voluntarias. No tendría sentido, si así no fuera, hablar de acciones ordenadas o prohibidas. Y sería contradictorio afirmar que las normas tienen que reglar acciones voluntarias y sostener, al mismo tiempo, que las que se realizan por obligación son involuntarias.
Ya Aristóteles había dicho que las acciones regladas normativamente tienen que ser las voluntarias cuando, al precisar el uso de la palabra "sophrosyne" observaba que si consideramos el actuar del hombre desde el punto de vista de su valor o disvalor ético, no cabe referirnos a aquello que necesariamente es o que en virtud de las leyes de la naturaleza no admite posibilidad de cambio. Esto es también lo que nos dice Hans Kelsen: "Una norma que prescribiese que algo debe suceder cuando se sabe de antemano que este algo, en virtud de las leyes de la naturaleza, tendrá que suceder siempre y en todo lugar, carecería de sentido al igual que una norma que prescribiese que algo debe suceder cuando se sabe de antemano que, en virtud de las leyes de la naturaleza, este algo no puede suceder nunca".
Parece pues, que hay que andar con cuidado cuando se quiere identificar lo "voluntario" con aquello que se realiza "por obligación". Podemos, por lo pronto, establecer una distinción entre el nivel empírico y el nivel deóntico o normativo y correlacionar los conceptos modales "posible", "imposible" y "necesario" con los conceptos deónticos "permitido", "prohibido" y "ordenado" de manera tal que estos tres últimos presupongan el primero de aquéllos. En este caso, lo ordenado requeriría conceptualmente la posibilidad empírica, o sea que todo acto obligatorio sería de realización posible y no necesaria y, en este sentido, voluntario. Por consiguiente, si establecemos, sin más, la igualdad entre obligatorio e involuntario, tendremos que proceder de tal manera que no se confunda el nivel deóntico con el empírico.
Sin embargo, podríamos insistir en la definición de lo involuntario como lo obligatorio o como lo realizado por obligación, reformulando esta última expresión y diciendo que involuntario es aquello que uno hace obligado por las circunstancias o, si se quiere, bajo presión de las circunstancias. Tal sería el caso del ejemplo clásico de la acción de arrojar mercancías por la borda de un barco para aligerarlo y salvarlo de un peligro inmediato de naufragio. O cuando uno se ve obligado a quemar una parte de su bosque para contener un incendio que amenaza destruirlo totalmente. Podría uno decir aquí que estos actos son involuntarios en el sentido de que voluntariamente uno no arroja mercancías por la borda o quema árboles de su propiedad.
Otro caso similar sería aquel en que nos vemos forzados a realizar una acción que normalmente no hacemos, a menos que existan ciertas circunstancias externas, como sucede cuando somos víctima de una extorsión.
En todos estos casos, la calificación de "involuntario" y la invocación de la fuerza de las circunstancias puede servir de excusa para disminuir o excluir responsabilidad. Se trata aquí de actos que en circunstancias normales son considerados como reprochables o, al menos, como insólitos. El carácter de involuntario eliminaría o atenuaría la responsabilidad del acto.
Aristóteles llamaba a estos tipos de actos "acciones mixtas", ya que son voluntarias por cuanto el agente puede realizarlas o no según su voluntad, pero son involuntarias en el sentido de que "normalmente", es decir, de no mediar la presión de circunstancias especiales, no las hubiera realizado.
La vinculación de lo involuntario con lo excusable merece ser tenida en cuenta, pero es también una guía en la que no siempre se puede confiar, ya que los límites de lo excusable son por demás imprecisos, y no toda invocación de las fuerzas de la circunstancia o de la presión externa es válida: ni las cosas que forzaron a Alcmene a matar a su madre ni las órdenes que "obligaron" al subordinado nazi a cometer genocidio.
3.- G. E. Moore, en su “Etica”, propone definir las acciones voluntarias como aquellas que el hombre puede dejar de realizar si así lo desea. La línea de demarcación entre lo "voluntario" y lo "involuntario" tendría que ser trazada según el criterio de posibilidad de control que el agente tenga con respecto a sus propios actos. Las acciones voluntarias serían voluntarias; las incontrolables, involuntarias. La idea es sugestiva ya que ofrece un modelo de clasificación aparentemente claro y simple que parece ajustarse también al uso ordinario del lenguaje.
Sin embargo, las dificultades no quedan eliminadas totalmente.
Consideremos por ejemplo, los siguientes casos:
1) movimientos del corazón;
2) crecimiento del pelo;
3) movimientos reflejos;
4) tics nerviosos;
5) respirar;
6) dormir;
7) llorar;
8) reír;
9) suspirar;
10) ayunar;
11) comer;
En los tres primeros casos parece que el agente no puede, de ninguna manera, ejercer un control efectivo. Si un caso es incluido en 3), ningún jurista dudaría que aquí no estamos frente a una acción del tipo de aquellas a las que las normas imputan responsabilidad. A partir de 4) se puede contener la secuencia de estos actos aunque muy limitadamente. Habría aquí un esbozo de control. En 5) la contención o interrupción es ya más fácil y no cuesta mucho admitir que es posible contener voluntariamente la respiración o modalizar la acción de respirar como cuando hablamos de "respirar hondo". 6) es una respuesta plausible a dos preguntas radicalmente distintas: "¿qué hiciste?", "¿qué te pasó?". En el primer caso nos referimos a una acción voluntaria; en el segundo, a un hecho o a algo que nos sucede. Las cosas que nos pasan no son consideradas generalmente como acciones. Basta pensar simplemente en el ejemplo de Aristóteles y recogido por Ryle, del barco que es alejado del puerto por una tormenta. En este caso no decimos que se han levado anclas y que se ha hecho a la mar sino que ha sido arrastrado por la tormenta y, por consiguiente, no decimos que la tripulación ha actuado sino que nos referimos a algo que les ha sucedido. Tal sería el caso de la respuesta 6) a la segunda pregunta. Sin embargo, la primera puede servir de fundamento a un reproche, actitud que parece ser sólo posible frente a una acción voluntaria. No obstante, resulta difícil procurar dormir voluntariamente; más bien lo que hacemos es colocarnos en situación de que el sueño pueda acaecer. Por el contrario, podemos, dentro de ciertos límites más o menos amplios, abstenernos de dormir. 7) y 8) participan de algunas de las características de 6). Es posible su realización voluntaria y su contención es más fácil que en la de 6). La realización y la omisión de 7) y 8) son más fáciles que las de 6) y eso explica que puedan ser también usados más comúnmente en contextos de reproche. Es sabido, por ejemplo, que en la Massachussets colonial reír en la iglesia era considerado un delito grave. 9) participa también de las características de 7) y 8) con un pequeño matiz que hace referencia a una mayor posibilidad de control. 10) y 11) son acciones que caen ampliamente dentro del control del agente.
Estos casos nos parecen interesantes porque, sobre todo a partir de 6), se nota hasta qué punto no es tajante la distinción que existe entre lo "voluntario" y lo "involuntario" cuando tomamos como criterio de distinción algo que nos parece sumamente pausible cual es la posibilidad de control por parte del agente.
VII.-
(Apéndice para eruditos)
En los capítulos precedentes nos hemos preocupado por presentar una serie de argumentos y contra argumentos acerca de diversas cuestiones vinculadas con la acción humana, omitiendo, a veces, la cita textual y la referencia detallada a la obra de otros autores que han tratado temas similares. Nos pareció que, de esta manera, se facilitaba el análisis y se evitaba radicalmente el peligro de utilizar argumentos ad hominen que pudieran influir en la actitud del lector. En esta última parte, queremos invertir el procedimiento, es decir, facilitar la bibliografía y, en algunos casos, presentar los textos cuya lectura sirvió de base para este trabajo.
Es un apéndice en el sentido de que aquí no se tratan temas nuevos ni se modifican los puntos de vista ya expuestos. Es por ello accesorio y, en cierto modo, prescindible; es para eruditos, porque son ellos quienes podrán verificar la razón que tenía Goethe (y aquí ya comienzan las citas) cuando decía: "Todo lo inteligente y razonable ya ha sido pensado; sólo hay que procurar volver a pensarlo" (“Sprüche in Prosa - Maximen und Reflexionen”).
1.- La cita de Austin corresponde a su ensayo "A plea for Excuses", publicado en Philosophical Papers, Oxford, 1961, pág. 123-152, pág. 133.
En la actualidad existe una abundante literatura sobre filosofía analítica, mucha de ella traducida al castellano. Las obras de H. L. Hart, principalmente su "The Concept of Law", Oxford, 1961 (versión castellana de Genaro Carrió "El concepto de derecho", Buenos Aires, 1968) y sus trabajos sobre ética y derecho: "Positivism and the separation of law and morals", Harward Law Review, vol.71, Nº4, 1958; "Are there any natural rights?", Philosophical Review, vol. 64, Nº2, 1955 y "Definition and theory in jurisprudence, Oxford 1953 (reunidos bajo el título "Derecho y moral - Contribuciones a su análisis", traducción de Genaro Carrió, Buenos Aires, 1962) y de Genaro Carrió, sobre todo sus "Notas sobre derecho y lenguaje", Buenos Aires, 1965, son buenos ejemplos de la importancia de la filosofía analítica para la consideración de problemas fundamentales del derecho.
Tomás Moro Simpson, en su compilación de textos: "Semántica filosófica - Problemas y discusiones", México, 1973, incluye una excelente bibliografía sobre esta corriente filosófica. También puede consultarse, como introducción a la filosofía analítica, Eike von Savigny, "Philosophie der normalen Sprache", Francfort, 1969 y del mismo autor, "Analytische Philosophie", Friburo, Munich, 1970 (versión castellana de Ernesto Garzón Valdés: "Filosofía analítica", Buenos Aires, 1974). La revista mexicana "Crítica" está dedicada exclusivamente a esta corriente filosófica.
John Searle ("Speech Acts - An essay on the philosophy of language", Cambridge, 1969, pág. 146 y ss.) señala que los filósofos del llamado "período clásico" de la filosofía analítica (al cual pertenece Austin) carecían de una teoría general del lenguaje sobre la cual basar sus análisis conceptuales particulares. En lugar de una teoría general del lenguaje, recurrían al "slogan" de que "el significado de una palabra es su uso", sin distinguir entre el uso de una palabra y el uso del enunciado que la contiene. En este trabajo hemos procurado tener en cuenta esta observación de Searle. Esto no significa aceptar sin más las críticas de Searle al "período clásico" de la filosofía analítica.
En el ensayo mencionado más arriba, Austin analiza la relación que existe entre los verbos con sujeto personal y los que denotan acción, para concluir que esta identificación es peligrosa y puede inducir a error "...hacer una acción, tal como es usada en la filosofía, es una expresión sumamente abstracta -es una especie de comodín utilizado en lugar de cualquier (¿o casi cualquier?) verbo con sujeto personal de la misma manera que "cosa" es un comodín para cualquier (o si recordamos, casi) cualquier sustantivo y "cualidad" un comodín para el adjetivo" (ob. cit., pág. 126). Y así como se puede caer en una metafísica simplista si se sucumbe ante la obsesión de las "cosas" y sus "cualidades", también hay que tener cuidado en no caer en el "mito del verbo" (ob. cit.).
Sin embargo, la creencia de que todo verbo con sujeto personal designa una acción, tiene un origen filosófico muy antiguo: Platón ("Sofistas" 262) definía al verbo como el "signo de una acción" y entre estos verbos mencionaba: caminar, correr, dormir. Locke ("An essay concerning human understanding", II, XXI 74) atacaba la tesis cuando decía "...lo significado por los verbos que los gramáticos llaman "activos" no siempre significa una acción".
La cita de Wittgenstein ha sido tomada de sus "Philosophische Untersuchungen" 621 (Francfort / Meno 1960, pág. 472). En esta misma obra (611-660) Wittgenstein analiza el problema de las acciones voluntarias y el de la intención.
Como es sabido, el llamado "conductismo ingenuo" pretende reducir la acción al simple movimiento corporal. Así pues, una persona levanta su brazo si y sólo si su brazo se levanta. Esta interpretación es, desde luego, demasiado estrecha y no permite distinguir, por ejemplo, entre el caminar del sonámbulo y el de una persona despierta, o entre el tic nervioso, o un acto reflejo y aquellos que normalmente llamamos acciones o entre lo que nos pasa y lo que hacemos. Mi brazo puede levantarse en virtud de un espasmo nervioso o porque alguna otra persona lo tome y lo levante y, en este caso, no se diría que levanté el brazo o que realicé la acción de levantar el brazo. Sin embargo, este simple hecho del brazo levantado satisfaría las condiciones del definiens del conductismo ingenuo. También es insuficiente la teoría conductista para explicar el problema de la omisión.
Con respecto a la crítico del conductismo puede verse A.I.Melden, "Free Action", Nueva York 1961, pág.55-65.
Richard Taylor, ("Actions and Purpose", New Jersey, 1966 pág 57-72 analiza también la tesis de la reducción de la acción humana al mero movimiento corporal. Con razón, señala que mientras la frase "levanté mi brazo" implica lógicamente la frase "mi brazo se levantó", la implicación inversa no vale, lo que demuestra que ambas frases no son equivalentes. La segunda puede ser verdadera y la primera falsa, o sea, que la primera dice algo más que la segunda. Que toda acción sea o implique un movimiento, no significa que todo movimiento sea una acción. Según Taylor, en esto consiste la diferencia entre las "acciones" que realizan los seres inanimados y la acción humana. Podemos usar verbos de acción para referirnos a seres inanimados, por ejemplo, cuando decimos "el árbol cambia sus hojas" o el "río corre hacia el mar". En estos casos, la "acción" se reduce únicamente al caer de unas hojas y el brotar de otras o al descenso del río hacia el mar.
Parecería, pues, que la acción humana es comportamiento externo más algo interno, un evento interno que podríamos llamar motivo, razón, deseo. El conductismo ingenuo quedaría así completado o corregido con la referencia a un hecho interno. "El que mi brazo se levante es un caso de acción de levantar el brazo si y sólo si se produce el hecho mental de un motivo" (Melden, ob. cit., pág. 76).
Melden analiza esta versión corregida del conductismo ingenuo de la siguiente manera: Llamemos "A" a la acción de levantar el brazo; "B" al movimiento externo y "C" al evento interno. Si "A" es una acción, entonces deberá contener las características lógicas de una acción. Si "A" se ha producido, entonces se sigue que alguien la ha realizado. Pero nada de esto se sigue de la descripción de "B" en tanto movimiento físico. Por lo tanto, tendrá que seguirse de la descripción de "B" conjuntamente con la descripción de "C". Pero, ¿qué tipo de descripción de "C" hay que dar para que de ella y de la descripción de "B" se siga la realización de "A"? Sólo si en la descripción de "C" está contenida una referencia a las notas lógicas de "A", valdría esta implicación. Esto es, "C" tiene que ser entendido como aquello que hace que un hecho físico, tal como un brazo que se levanta, sea entendido como la acción de levantar el brazo. Pero ningún evento concurrente "C", diferente de "B", podría tener esta propiedad lógica que implica una relación lógica necesaria con algún otro evento, específicamente con "B". Parece pues que lo que hace que el hecho físico de levantar el brazo sea una acción de levantar el brazo no es otro evento diferente del evento físico mismo.
Según Melden, un motivo no es condición suficiente ni necesaria para que se produzca una acción. No es suficiente porque una persona puede abstenerse de actuar aún teniendo motivo para ello. Tampoco es necesaria porque es perfectamente aceptable como respuesta a la pregunta: "¿por qué lo hizo?", la frase: "no hay motivo alguno, simplemente lo hice". Y esto tampoco significa que lo haya hecho por hábito, por impulso o bajo hipnosis.
"La fórmula que dice que una acción es un movimiento físico más motivo, dejando de lado todas las otras objeciones, es demasiado simple como para poder adecuarse a la amplia variedad de casos que necesitan ser considerados y es dudoso que haya un motivo para cada acción" (Melden, ob. cit., pág. 82).
2.- "Voluntariamente" e "involuntariamente" no son opuestos en la forma obvia como son presentados en la filosofía o en la jurisprudencia. El "opuesto" o, mejor, los "opuestos" de "voluntario" pueden ser "bajo presión" de algún tipo, "por obligación", "bajo influencia"; el opuesto de "involuntariamente" podría ser "deliberadamente" o "a propósito", u otras expresiones similares" (J. L. Austin, ob. cit., pág. 139). (Con respecto a la filosofía de la acción de Austin, puede verse L. W. Forguson, "Austin's Philosophy of Action" en Symposium on J. L. Austin, Ed. K. T. Fann, New York, 1969, pág. 127-147).
Aristóteles se refiere al carácter voluntario de las acciones regladas normativamente en “Etica a Nicómaco”, VI, 4, 1140 a 14. Con respecto a la "sophrosyne" aristotélica puede consultarse Friedich Kambartel, “Erfahrung und Struktur”, Cap. II, Frankfurt Main, 1968 (versión castellana de Ernesto Garzón Valdés: “Experiencia y estructura”, Buenos Aires, 1972).
Según Aristóteles (ob. cit., 1110 a 3), una acción es involuntaria cuando el principio del movimiento está situado fuera del agente. En cambio, sería voluntaria "cuando el principio que mueve las partes instrumentales del cuerpo en tales acciones está en el hombre mismo, está en su poder hacerlas o no" (ob. cit., 1110 a 15). El problema es aquí saber cómo ha de ser explicado este principio interno del movimiento, que es también el que confiere poder para actuar. Como bien lo señala Myles Brand (“The nature of human action”, Glenview, Illinois, 1970, pág. 8), esta definición es circular, pues el movimiento voluntario es explicado en términos de un principio interno del movimiento y éste en términos de acción, ya que es el que confiere poder para actuar u omitir.
También podría decirse que Aristóteles considera que la palabra "voluntario" funciona como un "excluidor" en el sentido de que no designa un estado mental sino más bien la ausencia de ciertos casos tales como coerción, amenazas, error, etc. (ob. cit. ,cap. III). Así lo considera J. L. Hart ("The adscription of responsability and rights" en Proceedings of the Aristotelian Society, vol. 49, 1948-1949, pág. 171-94). Con respecto a las palabras "excluidoras" puede verse Roland Hall, "Excluders", Analysis vol.20 (1959).
P.H. Nowell-Smith (“Ethics”, London, 1961, pág. 292), atribuye un carácter negativo al concepto de acción voluntaria. Decir que alguien actuó voluntariamente es lo mismo que decir que hizo algo cuando no se encontraba en ninguna de "las condiciones especificadas en la lista de condiciones que excluyen la responsabilidad". Esta lista no es exhaustiva y puede variar según los casos: "...para decidir si una acción fue voluntaria o no, no buscamos un ingrediente positivo sino más bien las consideraciones que excluirían su carácter de voluntario y, por consiguiente, exonerarían al agente" (ob. cit., pág. 293).
La cita de Hans Kelsen es de su “Reine Rechtslehre”, Wien, 1960, pág. 11).
George H. von Wright ha sido, quizás, el primero en señalar la similitud que existe entre los conceptos modales y los deónticos. Al respecto puede consultarse su “An essay in deontic logic an the general theory of action”, Amsterdam, 1968 (traducción castellana de Ernesto Garzón Valdés: “Un ensayo de lógica deóntica y la teoría general de la acción”, México, 1975).
El ejemplo del barco en peligro figura ya en la “Etica a Nicómaco”, III, 1110 a 8.
La denominación "acciones mixtas" se encuentra en “Etica a Nicómaco”, III, 1110 a 11.
Con respecto a la vinculación que puede existir entre el carácter involuntario de una acción y su exclusividad, puede verse Gilbert Ryle, “The concept of mind”, New York, 1961, cap.III (3). Traducción castellana de Eduardo Rabossi: “El concepto de la mente”, Buenos Aires, 1967.
La referencia al caso de Alcmene ha sido tomada de la “Etica a Nicómaco”, 1110 a 27.
3.- G. E. Moore en su “Ethics”, London (versión castellana: “Etica”, Barcelona-Buenos Aires, 1929), pág. 4 dice: "Nuestra teoría supone entonces que muchas de nuestras acciones están bajo el control de nuestra voluntad en el sentido de que si justo antes de comenzar a hacerlas hubiésemos elegido no hacerlas, no las hubiésemos hecho; y propongo llamar a todas las acciones de este tipo acciones voluntarias". Moore distingue claramente entre acciones voluntarias y acciones queridas (ob. cit., pág. 5). Estas últimas serían una subclase de aquéllas. Las acciones voluntarias serían aquellas que uno podría haber evitado, si hubiese elegido evitarlas. La relación entre "si" y "podría", entre "si" y "puede" y entre "si" y "debería" ha dado lugar a una interesantísima polémica cuyos principales protagonistas son J. L. Austin ("Ifs and cans", Proceedings of the British Academy, XLII), Keith Lehrer ("Ifs, cans and causes", Analysis, XX, 1960; "Cans and conditionals: A rejoinder", Analysis, XXII, 1962); Nowell-Smith (Ethics) y Roderick M. Chisholm ("J. L. Austin's Philosophical Papers", Mind, LXXIII, Nº289, 1964). No entraremos a la consideración de los argumentos expuestos en estos trabajos porque ellos están vinculados fundamentalmente con el problema de la capacidad para actuar, tema que no es tratado en este capítulo.
El ejemplo aristotélico ha sido tomado de la “Etica a Nicómaco”, 1110 a 3 y lo retoma Ryle en la obra ya citada, pág. 74.
Richard Taylor (ob. cit., pág. 57) considera que cosas tales como el crecimiento del pelo o los movimientos del corazón son algo con lo que, en realidad, "no tenemos nada que ver"; son "procesos de la historia natural de mi cuerpo o procesos fisiológicos que yo no puedo producir o impedir que se produzcan de una manera directa". Es verdad que hablamos del movimiento del corazón, pero nadie diría que "mueve" su corazón de la misma manera que mueve sus manos.
4.- La frase citada en el primer párrafo pertenece a Gilbert Ryle (ob. cit., pág. 83). Con respecto a las críticas de este autor a lo que él denomina "la teoría del fantasma en la máquina", ver capítulo III de la obra ya mencionada. Una buena exposición de las críticas de Ryle se encuentra en Eike von Savigny, Philosophie der normalen Sprache, pág. 91 y ss.
Wittgenstein (ob. cit., pág. 613) señala también que no tiene ningún sentido decir que uno puede querer querer. "Querer no es el nombre de ninguna acción...; es falso concebir al "querer como algo inmediato, no causal...A esta idea subyace una analogía errónea, el nexo causal parece estar creado por un mecanismo que vincula a dos partes de una máquina".
5.- La teoría del adscriptivismo fue expuesta por H. L. Hart en “The adscription of responsability and rights”, ya citado. En la línea adscriptivista se encuentran los trabajos de Joel Feinberg, sobre todo, "Action and responsability", Philosophy in America, Ed. Max Blanck, London, 1965, pág. 134-160. Según Feinberg, la teoría de la adscripción de Hart puede ser aplicada no sólo en los casos en que se atribuye una responsabilidad moral o jurídica a un agente por la acción realizada (tal sería, por ejemplo, el caso cuando decimos "X mintió" o "X engaña") sino también cada vez que respondemos a la pregunta: "¿quién hizo A?". Se trataría aquí de casos de "adscripción causal". Tenemos frente a nosotros una acción "A" y la imputamos a un agente "X". La responsabilidad es aquí entendida como responsabilidad causal y ésta también podría ser revocable en el sentido de Hart. La adscripción de autoría tiene características muy similares a los casos de "relatividad causal" que suelen presentarse con respecto a los fenómenos naturales; en ambos casos, se trata de decidir cuál es el autor o la causa de una acción o evento. El marco de la decisión o adscripción puede ser más o menos amplio y estar condicionado por los intereses del que decide o adscribe; ambas pueden ser "revocadas" si se adoptan nuevos criterios o se introducen nuevos datos en la descripción de los hechos o eventos. En este sentido, la frase "X hizo A" no sería ni verdadera ni falsa, sino que más bien podría ser una buena o mala explicación de algún fenómeno. Aquí no se trata de frases tales como "Pedro cerró la ventana" o "Tomás estudia sus lecciones", sino de frases tales como "Roussseau inventó el mito del buen salvaje", o "Stalin decidió el destino de la Segunda Guerra Mundial", frases que son diferentes a "Rousseau escribió el Contrato Social", o "Stalin ordenó la invasión de Polonia el 4 de septiembre de 1939". Mientras en estos dos últimos casos podemos predicar verdad o falsedad, en los dos primeros atribuimos una autoría a Rousseau o a Stalin adoptando una actitud que es muy similar a la del científico de la naturaleza cuando selecciona entre varias causas aquella que le parece ser la más relevante para la explicación de un fenómeno. Esta atribución causal no sería una descripción en el sentido estricto de la palabra, sino más bien una interpretación de algún evento. Los criterios que utilizamos para calificar una y otra son diferentes. Las oraciones de atribución de autoría serían en este caso "de alguna manera revocables" (ob. cit., pág. 138).


[1] Confrontar al respecto Ernesto Garzón Valdés, “Derecho y naturaleza de las cosas”, Córdoba, 1970, Tomo II, Cap. V.
[2] Confrontar ob. cit